Inseguridad hídrica y alimentaria en campaña

América Latina enfrenta una dolorosa paradoja desde hace varias generaciones y administraciones de distintas ideologías políticas. Las naciones sudamericanas han sido gobernadas por dictaduras, gobiernos de izquierda, derecha y coaliciones de distinto tipo. Es un continente que la FAO define como “clave” para la alimentación de más de diez mil millones de personas hacia el 2050, porque aporta el 14 por ciento de la producción mundial de alimentos, el 45 por ciento del comercio internacional de estos productos agroalimentarios y cerca del 40 por ciento del PBI económico.

Sin embargo, hay 131 millones de latinoamericanos que no pueden acceder a una dieta saludable –8 millones más en comparación con 2019– porque tiene un alto costo estimado en casi 4 dólares, cuando el promedio mundial es de 3,5.

Aproximadamente la cuarta parte de la población no tiene medios para acceder a esta dieta que, a su vez, produce para el mundo. Y, claramente, la influencia de la inflación sobre el precio de los alimentos, sumado al conflicto de Ucrania, ejerce una presión obvia que el espectro político tarda en reconocer. Porque era una de las potencias agrícolas europeas y el conflicto colisionó de lleno sobre el precio de los granos y del combustible fósil. La caída de la producción por causa de la guerra mantuvo en vilo la exportación de millones de toneladas de productos básicos, como el trigo y el maíz. Pero algunos osados quitaron estos aspectos de la discusión política y optaron por un reduccionismo que es rentable a los fines electorales. Porque un país tomador de precio, como Uruguay y otros cercanos, sufre estos embates aunque los conflictos se definan en territorios muy lejanos.

Entonces, la inseguridad alimentaria seguirá aumentando y, con ella, los niveles de pobreza y desigualdad. La población más afectada tiene hoy menos de 5 años y las mujeres sufren desde hace décadas una mayor prevalencia de la inseguridad alimentaria que los hombres. Los datos estadísticos se profundizaron después de la pandemia de COVID-19, pero ya estaban complicados. Y, de alguna manera, interpela que estas situaciones se vuelvan crónicas en países con altas producciones de alimentos, algunos llamados los “graneros del mundo”.
Por lo tanto, es un axioma que sobre el hambre se ha escrito y hablado tanto como en los discursos de las campañas políticas de todas las orientaciones que gobernaron América Latina. La diferencia es que algunos ya comenzaron a militar el hambre y el miedo como parte de una logística que rinde ante la opinión pública.

Los economistas más avezados insisten en que el continente atraviesa por una recesión que no es normal porque en esta zona del planeta se registró la mayor caída económica a nivel global. Han cerrado aproximadamente tres millones de empresas y se estima que deberá pasar al menos una década para volver a los niveles anteriores al 2020.
Por lo tanto, la caída del desempleo y el incremento de la población por debajo del índice de pobreza es la consecuencia rápida que transversalizó a los regímenes que no estaba preparados para crisis sanitarias de envergadura. De esta forma, se interpreta una crisis de larga duración y un incremento de la desigualdad, porque el entramado social no era fuerte en la totalidad de los países de América Latina. Y eso fue notorio en momentos cruciales, así como paradójico. En los últimos meses algunos países, particularmente Uruguay, comparecen en una discusión que les resulta novedosa. Poner sobre la mesa la problemática de la seguridad hídrica no estaba en los planes de los gobiernos así como tampoco de las gremiales de distinto tipo. Hasta que paró de llover.

Entonces, un país acostumbrado a mirar el cielo y esperar las precipitaciones según estimaciones y de acuerdo a las estaciones del año, tuvo que cambiar el hábito. Allí comenzó el pase de facturas que el espectro político uruguayo transformó en un arte circense, pero que en un mundo globalizado ya se planifica.
Porque en otras partes del planeta falta agua desde hace tiempo y por estos lares, seguíamos confiados en la madre naturaleza. Mientras las inversiones se iban a otras obras de dudosa prioridad, las cuencas de los ríos comenzaban a registrar menores niveles.

Y cuando el agua faltó, el tema saltó a los titulares desde el punto de vista de un derecho humano fundamental. En realidad, siempre fue así y no desde el año pasado. Pero la improvisación discursiva empujó a varios a adelantar la campaña electoral.
Ahora el daño ya está hecho. Y así como las poblaciones que no tienen una soberanía alimentaria se encuentran en países que son grandes productores de alimentos frescos, otras se hallan inmersas en cuencas importantes que padecen la sequía.

Sin embargo, no está dicha la última palabra. En ocasiones es necesario tocar fondo para valorar los recursos naturales que desde niveles escolares se enseña que son escasos o finitos. No obstante, los gobernantes de cualquier orientación saben que esta discusión vino para quedarse porque las necesidades son las mismas.
Junto al convencimiento de que la seguridad hídrica es mucho más compleja de solucionar porque, tal como lo vemos en Uruguay, debe moverse una logística poco acostumbrada a llevar o traer agua de un lado a otro, mezclar para que alcance y estimar día a día para cuánto tiempo alcanzará. Esto también ubica al país en un contexto regional que interpela en forma continua sobre el uso de los recursos naturales que impactan en el otro aspecto referido a la seguridad alimentaria.

Hoy, ambos temas se encuentran bajo una discusión partidizada cuando hace falta aunar criterios y establecer estos asuntos como una política de Estado. En cualquier caso, habrá que esperar un poco más y armarse de paciencia, porque ya comienza la campaña.