Atahualpa (Juan Andrés Acosta)

Estuario Editora, 2023
Ya el hecho de que esta novela haya sido seleccionada en el primer lugar en el Premio Nacional de Literatura le da un crédito como para seguir avanzando después de unas primeras páginas en las que el autor hace su planteo de un conductor de camiones al que le toca asir el volante de una camioneta de transporte escolar como salida laboral transitoria. Ese conductor es nuestro narrador a lo largo de un mes de viajes de ida y de regreso a una institución educativa a través del barrio montevideano que da nombre a la obra: Atahualpa, un barrio vecino del Prado, sin la majestuosidad en sus construcciones que distinguen a este, pero igualmente una zona pintoresca de la ciudad, residencial, consolidada, y que supo de mejores épocas, antes que la costa cobrase su auge actual.
De ese narrador poco sabemos, más allá de su predilección de la ruta por sobre la ciudad y que no oculta, hasta incluso el final de ese período en el que transcurre la novela. Sin embargo lo que propone Acosta es una transformación paulatina de este personaje, que no se nos vuelve evidente en sus propias palabras —que son las que leemos, pues esto es, a la postre una especie de diario que lleva este chofer— sino en cómo se va modificando su forma de ver el barrio, a los niños, a sus entornos. Durante toda la novela seguiremos sin saber prácticamente nada de él, salvo por una conmovedora (¿y conmocionante?) revelación final que lo sacude todo, pero esta transformación, su transformación, se expresará en la interacción con los otros personajes de la novela: los niños que constituyen su pasaje de cada jornada.
La dinámica se repite diariamente de forma casi inalterable; a la ida los va recogiendo puerta a puerta, hasta llegar al instituto, desde donde luego los levantará para irlos devolviendo a sus hogares, o quizás sea más oportuno decir a sus domicilios. Estos relatos diarios están salpicados por las brevísimas impresiones que son fruto de las interacciones y de las apreciaciones que el narrador capta en el mero instante en que se detiene la camioneta, tanto para ascender como para descender los pasajeros. A riesgo de caer en cierta rutina tediosa —porque así la plantea en los primeros días el mismo conductor-narrador— a medida que uno se va adentrando en las páginas se va sorprendiendo con elementos que Acosta ha desparramado en las mínimas descripciones que ha ido haciendo de los usuarios del transporte, para ir cosechando luego sutiles cambios, que se irán haciendo no tan sutiles hasta llegar a expresarse incluso en situaciones violentas que protagonizan por lo general otros personajes del entorno de los domicilios donde la camioneta va parando.
Muy poca cosa pasa por el camino, salvo por la vez en que se rompe la camioneta y el conductor tiene que seguir a pie, a cargo de los niños. Pero a la vez que el conductor va capturando más información e incrementando —sin llegar nunca a profundizar— la interacción con su pasaje, se irán evidenciando situaciones que ponen de manifiesto realidades familiares que motivarán al lector a plantearse una reflexión sobre la propia realidad, sobre cómo vivimos y —sobre todo— sobre la crianza de nuestros niños.
En todo el proceso, que dura un mes sin sus fines de semana, esos niños se irán ganando un lugarcito en el corazón mientras abrigamos la esperanza de que el chofer, de quien seguimos desconociendo incluso el nombre, decida arrepentirse de volver a las rutas y abandonar, a la vez que el diario trajinar por las calles del Atahualpa, a este grupo de niños y apartarlo para siempre de nosotros, los lectores.
Un brillante trabajo de Juan Andrés Acosta —sanducero, por más datos, aunque radicado desde muy joven en Montevideo— que no va a ser apenas un libro más.