Lo que el viento se llevó

Ediciones B -2019 (1936)
“Lo que el viento se llevó” es un título emblemático si los hay. ¿De la literatura? Tal vez no tanto, del cine por supuesto. Nadie que se precie de amante de los clásicos de Hollywood puede pasar por alto el filme que, estrenado en 1939 arrasó con los Oscar y convirtió a su protagonista Vivien Leigh en la superestrella femenina del momento, tal vez a su pesar.

Pero estaría lejos de ser la única víctima de la insaciable fama de tal película. Hubo al menos, dos más. Uno fue el propio libro, que es una gran novela histórica, y que la película misma encasilló en el imaginario popular como sencillamente romántica y otra es, por supuesto, la autora, Margaret Mitchell, fagocitada por su única hija literaria, ya que las enormes virtudes de su libro impidieron que se atreviera a publicar otro más.

Un ejemplo tal vez demasiado radical de lo que se denomina “la gran novela americana” que muchos autores persiguen sin conseguir, o, en el caso de Mitchell, tal vez sin perseguir nada, se topó con su propio talento de buenas a primeras y luego no supo qué más hacer hasta su accidental muerte en 1949.

Y más allá de catalogar de “víctimas” a Leigh y Mitchell, a quienes les cayó encima una fama tan repentina como imposible de digerir, que la misma novela también haya sucumbido ante el suceso mundial de su adaptación a la pantalla, tal vez sea lo único que, al final de día, realmente se pueda remediar.

Porque el libro sigue ahí con todas sus virtudes, y se lo puede leer en cualquier momento. Lejos de la tiranía de la imagen que llevó a que el mundo se enamorara de sus intérpretes en el filme, la construcción del libro como relato es bastante diferente. Los personajes, para empezar, son mucho más numerosos, sin que se trate de un libro coral, porque todo está supeditado al personaje femenino principal, la galería de seres tanto antes como al término de la Guerra de Secesión que pinta Mitchell están al mismo nivel de los presentados en “La Guerra y la Paz” o “Cien años de soledad”.

Como se ha dicho hasta el cansancio, las historias trágicas siempre tienen más arraigo y jugo que las felices en el gusto del lector y aquí eso se puede comprobar nuevamente al asistir al fresco infernal que la autora describe de los años posteriores al fin de la guerra civil norteamericana.

De tener todo a no tener nada, Scarlett O’Hara se salva no por sus virtudes, sino por sus defectos. La soberbia de creerse superior a todo la hace sobrevivir y apuntalar el imperio ahora destruido de su padre, al que encuentra perdido en la demencia al volver a su casa.

¿Y el tan mentado romance del filme? Se podría decir que en la novela está y no está. Porque si bien la película también lo decía, en el libro se ve más claro que lo que sienten los protagonistas está lejos de ser amor, es una atracción no exenta de desprecio. Ella ha dejado toda moral de lado para volver a tener la fortuna que la guerra le quitó, él es un aventurero trepador que también está solo para aprovecharse de un período de la Historia en la que una nación se destruyó y está tratando de resurgir, que son precisamente las épocas en que se hacen las grandes fortunas.

Al costado están los personajes que sí podrían caratularse como “románticos”, el primo Ashley de Scarlett y su prometida Melania. Etéreos, suaves, delicados, virginalmente hermosos. De ser ellos los protagonistas la historia hubiese sido muy diferente. Y Mitchell lo sabe, de ahí que los coloca como contrapunto a la ambición y pasión carnal que sienten los personajes principales.

En el fondo, la autora también nos da una lección de historia, para hacer renacer de las cenizas a una nación como es la estadounidense, el amor no es suficiente. Como dijeron muchos más después, aquí también sobrevuela la idea de la codicia como algo necesario, de la idea de progreso como una rueda que hay que empujar aunque después sea incontenible.

En fin, la historia de una mujer que se reinventa mientras pone en marcha un país entero. No es poco. Para cuando quienes estuvieron alrededor de esa creación se dieron cuenta que, como cruel metáfora, esa ficción también se había puesto en marcha para tragarlos a todos, era tarde. De saberlo, ¿tal vez Mitchell hubiese escrito otro libro?

Esa respuesta también se la llevó el viento para siempre.

Fabio Penas Díaz