Uno de los mejores de la clase, al menos en transparencia

Uruguay mantiene índices positivos sobre la precepción de la corrupción desde hace años. Los datos de 2023 ubican al país en los niveles de menor corrupción de América Latina, según la oenegé Transparency con un puntaje de 73/100.
En líneas generales, la situación del país no ha variado sustancialmente y en las mediciones que se efectúan desde hace más de una década se ha sostenido entre el puntaje más alto de 74 en 2022 y el más bajo, con 70 entre 2017 y 2018. Está detrás de Canadá (76) y le siguen Barbados y Estados Unidos, cada uno con 69.
Es importante destacar la forma en que se llega a esos cálculos y las fuentes suelen ser los organismos multilaterales como el Banco Mundial o el Foro Económico Mundial. En general, se da otra variable que es común a los países y es que las situaciones de corrupción o transparencia no sufren cambios significativos en plazos cortos o medianos. En Uruguay, por ejemplo, hay un punto “irrisorio” de diferencia entre un año y otro, tal como lo define el informe. No obstante, también se tiene en cuenta que es un indicador que registra la percepción de expertos y empresarios sobre la corrupción en el sector público.
Es así que se mide la capacidad de los gobiernos para prevenir la corrupción, el soborno, la malversación de fondos públicos, la excesiva burocracia o la legislación que garantice las declaraciones de las finanzas personales entre quienes se mantengan en cargos públicos.
En cualquier caso, este índice percibe que el Poder Judicial se encuentra en lucha para lograr su independencia en las Américas y, nuevamente, Uruguay y Canadá son destacados por sus controles más sólidos.
Entonces la corrupción, que es un fenómeno global, prospera en todo el mundo. No depende de la ubicación del país, ni siquiera de su posición económica. Pero en América Latina es notoria una mayor fragilidad en sus instituciones, a pesar de que la mayoría de los países –salvo tres casos que son Venezuela, Cuba y Nicaragua– tienen elecciones libres y alternancia entre partidos políticos.
Y Venezuela es un claro ejemplo de país inmensamente rico pero con niveles de corrupción tan altos que la población está sumida en la pobreza. Allí los mecanismos básicos de controles, como jueces, fiscales, autoridades electorales o la prensa, no funcionan a raíz del poder absoluto del Ejecutivo y el partido único en el poder. Sin embargo, las diferencias entre cada país del continente son tan grandes que se dan las mayores desigualdades del mundo. Incluso otros países, con casos comprobados de corrupción ante la justicia, tienen referentes en la política que mantuvieron elevados niveles de intención de voto o popularidad. No es el caso de Uruguay, pero en la región hay ejemplos que seguramente sean materia de estudio para los politólogos. Pongamos por caso el kirchnerismo en Argentina.
Eso ocurre porque menudo la percepción de la población no es tan negativa con los corruptos particularmente cuando no hay sanciones jurídicas. Mucho más, si estas sanciones dependen de la exposición mediática y de la visibilidad que adquiera el protagonista de los casos de corrupción.
En ese sentido, la legislación ha mejorado y hay una tendencia al cambio en la región. Uno de los ejemplos emblemáticos es el “Lava Jato” en Brasil, con ramificaciones en todo el subcontinente que acabó con las renuncias de presidentes, autoridades de organismos estatales y remoción de jueces.
Tampoco es tan simple asegurar que ahora hay menos corrupción que antes. Las sociedades evolucionan y tienen menos tolerancia ante estos hechos que además, se denuncian en los medios de comunicación. El votante consigue ubicar el tema en las agendas públicas, en la legislación y los programas de campaña electoral de los partidos políticos.
Y aunque la opinión pública haya logrado cambiar varios mecanismos que llevaban a la corrupción, aún no nota las mejoras. Porque a simpe vista se habla de la corrupción todos los días y se eleva el tono de la discusión. Es lo que ha ocurrido, por ejemplo, en Uruguay. Desde fuera ven al país con índices altamente positivos. Pero hacia la discusión interna, se ha llegado hasta sugerir la existencia de un narcoestado.
Es decir, a menudo no se logran esclarecer las dudas existentes entre un problema real, como es la corrupción a todos los niveles en otros países latinoamericanos, y el botín político electoral que busca posicionar el tema como un asunto crónico.
Mientras esto siga ocurriendo, no se logrará ver con claridad que el país ha tenido grandes avances. Y que todos los partidos políticos en los sucesivos gobiernos han hecho contribuciones. En mayor o menor medida.
El acceso a la información pública es un avance no visibilizado como tal y es indispensable para la transparencia. O el gobierno electrónico que muestra sus decisiones a través de las páginas web, o las rendiciones de cuentas, o el sistema de compras públicas. Incluso, las respuestas de las justicia cada vez que tuvo que actuar con pruebas a las vista. Y, en el caso de Uruguay, es irrelevante si se trata de un senador mano derecha del partido de gobierno o de un alto empresario.
Es decir, la corrupción es un fenómeno complejo, viejo y multifacético. Uruguay aún tiene que aceitar y efectivizar algunos mecanismos para que no se transformen en un saludo a la bandera. La Junta de Transparencia y Ética Pública (Jutep), por ejemplo, viene sufriendo los embates desde hace varias administraciones ante la falta de recursos humanos, técnicos y presupuestales para cumplir con sus cometidos.
De hecho, en los últimos años ha sufrido varias renuncias de algunos integrantes y es un organismo infravalorado por los sucesivos gobiernos. Es decir, somos uno de los mejores de la clase, de acuerdo a Transparency. Pero a renglón seguido siempre se escribe “puede y debe rendir más”. No por los demás, ni para formar parte de un ranking. Sino por nosotros.