Una derrota

La sociedad uruguaya, especialmente –y por ahora– la capitalina, se está acostumbrando a la violencia, al crimen, al vandalismo, a la indolencia. Se asume casi con total naturalidad que no se puede hacer nada contra los violentos y perturbadores del orden, y se festeja cuando algo sale bien porque detrás hubo un megaoperativo de seguridad, en el que se toman recaudos extremos fuera de la lógica si viviéramos en una sociedad más civilizada. Como sucedió en el reciente partido clásico del fútbol uruguayo entre Peñarol y Nacional en el Estadio Campeón del Siglo, el primero que se disputa en la historia en el escenario aurinegro.
Una vez concluido el encuentro –aburrido en extremo, aunque ese es otro tema–, los protagonistas, los analistas y varios medios de comunicación ponderaron el hecho de que no se registraron incidentes, de que el operativo resultó ser un éxito y que así sí se puede llevar los clásicos a la cancha de cada club. Un respiro de alivio de todos, sin dudas, pero que no despeja la realidad de fondo de todo este asunto: el enorme dolor de cabeza que genera esta idea en la actualidad y de la forma en que se dio, justamente, ese operativo planeado por el Ministerio del Interior.
Y para eso hay que concentrarse sobre todo en cómo se trasladó –o se acarreó cual ganado– a los 2.000 hinchas visitantes, o sea, los de Nacional. Fue una pequeña cantidad de aficionados tricolores a los que se instaló en una tribuna –o dos bandejas– del Campeón del Siglo, en el medio, con enormes espacios a cada lado. Previamente, esos hinchas debieron acudir al viejo Aeropuerto de Carrasco a las 11 horas: el partido arrancaba a las 15, o sea que tuvieron que presentarse en la terminal aérea cuatro horas antes del compromiso clásico.
Allí se hizo lo que la Policía llamó un “ingreso virtual” al estadio, que significó que fueran revisados y se controlara que los hinchas tuvieran en mano la entrada correspondiente para el cotejo. En ese lugar se utilizaron las cámaras de reconocimiento facial. Desde ahí fueron trasladados en ómnibus –puestos a disposición por la empresa Cutcsa–, escoltados por la Policía, hasta el Campeón del Siglo, donde entraron sin más revisión. El último ómnibus con hinchas de Nacional partió, “sin excepciones”, según el Ministerio del Interior, a las 13:30 hacia el escenario. El traslado de los hinchas tricolores se hizo por la ruta 101 y luego la 102, la que fue utilizada únicamente por los de Nacional.
El operativo de seguridad general arrancó a las 9 de la mañana del día del partido. Se dispuso de un total de 1.900 efectivos: 700 policías del área metropolitana y otros 1.200 de distintas Jefaturas Departamentales y reparticiones que trabajaron en el control de rutas y terminales de ómnibus. Los hinchas de Peñarol pudieron entrar al Campeón del Siglo a partir de la hora 12, por supuesto, por un camino diferente al realizado por los aficionados albos quienes, al finalizar el clásico, se retiraron primero del estadio.
Una movida espectacular de los hombres de seguridad para lograr el cometido de que los hinchas de un equipo y otro no se vieran ni de lejos, a no ser dentro del escenario aurinegro. La organización sacó un diez, no cabe dudas al respecto; los policías cumplieron e hicieron cumplir. Pero la sociedad volvió a reprobar: no podemos quedarnos con este contexto y pensar que es lo común o, mejor dicho, lo normal. Si nuestra cultura ya no nos permite disfrutar de un partido de fútbol como corresponde, hinchando por el equipo de cada cual y respetando al otro, resulta imposible avanzar como sociedad civilizada.
No se puede interpretar un avance el haber jugado en el campo de Peñarol por el simple hecho de que se logró que el duelo se disputara allí, por primera vez en la historia del fútbol uruguayo. Las idas y vueltas para llegar a este evento, las polémicas entorno a la viabilidad de que el juego se llevara a cabo aquí, y el consecuente megaoperativo para contener a los violentos –que no han sido erradicados, más bien lo contrario, alcanza con mencionar los destrozos en los baños de la tribuna adjudicada que hicieron algunos hinchas tricolores–, habla a la claras de que por ahora no hay margen para la normalidad. Y esto debería preocuparnos poner las barbas en remojo y reaccionar de una buena vez.
El deterioro del ambiente futbolístico –reflejo de nuestra sociedad– ha sido gradual con el paso de los años. Desde la época en que los hinchas de Peñarol y Nacional se entreveraban en las tribunas sin mucho drama, pasando por la separación de las barras –una en cada cabecera del Estadio Centenario–, hasta llegar al pulmón en la tribuna Olímpica, casi el único ámbito de concordia que quedaba entre los aficionados de ambos conjuntos. Y en el fondo, o no tanto, el permanente odio entre parcialidades que en la actualidad se atiza desde las redes sociales.
Estamos fallando como sociedad y nos aferramos al éxito de un operativo de seguridad para maquillar en algo nuestras carencias e irresponsabilidades. Nuestro problema es estructural.
El domingo pasado, en el clásico, aurinegros y tricolores no se sacaron diferencias en la cancha. Fue empate y reparto de puntos. No hubo vencidos. Pero sí hubo una derrota en ese partido –de nunca acabar– frente a los violentos, más allá de que no hubo mayores incidentes.