Mientras la educación permanezca como una “política de partidos” antes que sea una “política de Estado”, la mirada crítica y las cifras poco auspiciosas seguirán sin cambios.
Por el momento, el 43,4% de los uruguayos entre 21 y 23 años culmina la enseñanza obligatoria y el 36,3% logra hacerlo en tiempo y forma.
A la cabeza de la región está Chile, a pesar de las manifestaciones que desde hace años realizan estudiantes y docentes en los distintos gobiernos –socialistas y conservadores– contra el lucro en el sistema educativo chileno, el endeudamiento estudiantil y, en los últimos tiempos, en rechazo a la educación sexista. Uruguay, que adora referirse siempre sus bases varelianas e igualadoras, continúa fijándose metas imposibles.
Nos acercamos al “final del período” que se utiliza para presentar los cálculos de muchas variables: económicas, de inversiones, exportaciones, infraestructura y un largo etcétera que también valió para la educación.
Al inicio de la actual gestión de Tabaré Vázquez, las autoridades de la educación fijaron su meta en que el 75% de los jóvenes iba a completar la educación media superior y partía del 39%. Para cumplir con la meta, entonces, el año pasado debió titularse de bachiller el 58% de los jóvenes. En realidad, el porcentaje resultó menor a cuatro puntos porcentuales y, en los meses que restan, el quinquenio cerrará con más de la mitad de los jóvenes sin terminar el bachillerato.
Y preocupa la circunstancia en la que se encuentran los jóvenes entre 16 y 17 años, con una “meseta” en la asistencia de los dos últimos años, que es igual a un decrecimiento si se compara con las nuevas herramientas creadas, tales como tutorías clases de apoyo y el propio crecimiento de la matrícula al comienzo del año lectivo.
Con el objetivo de sostener a los estudiantes dentro del sistema, han inventado todo tipo de siglas y formas de educar, han relativizado las exigencias en algunas materias, se han transformado las estrategias educativas y ahora vamos por la eliminación de la repetición y la incorporación de la educación dual que compatibiliza trabajo y estudios.
A pesar del reiterado argumento que asegura que en este país se recibe, como nunca antes, la primera generación de universitarios en una familia que –en ocasiones– sus integrantes solo accedieron a Primaria, lo real es que seis de cada diez jóvenes no terminan el liceo o la UTU y ese nivel solo nos compara con Honduras o Guatemala.
Un argumento de esas características no es válido para un mundo globalizado, altamente tecnificado y movilizado bajo otra vorágine. Al contrario, solo demuestra el nivel de “politización” que adquirió la educación en general en nuestro país. Porque mientras la accesibilidad, las oportunidades, las propuestas educativas en los niveles secundarios y terciarios o las inversiones en tecnologías e infraestructura se dan a nivel global como procesos normales y necesarios, en Uruguay –incluso en Paysandú– parece absolutamente necesario darlo a conocer bajo un marco de “autobombo” que a veces resulta imbancable.
Hay países, incluso en la región, que a pesar de las complejidades de su población –por las etnias– o por las especificidades de su territorio, lograron solucionar este “cuello de botella”. Sin embargo, las transformaciones que adquieren los núcleos familiares o las dificultades propias de la edad, son las razones que aún esgrimen para explicar esa “meseta” en la asistencia.
En definitiva, no han encontrado el lado atractivo que impulse a los adolescentes a permanecer dentro de un sistema educativo hasta culminar su ciclo y lo que antes se veía como una educación que iguala, hoy se observa que el quintil más rico egresa mucho más que el más pobre, aproximadamente 7 a 1. Y eso, aunque cueste creerse inhibe al concepto de equidad, a pesar de la universalización tan promovida.
O también puede ocurrir que el joven encuentre una oportunidad laboral que le impida –por horario, distancia o accesibilidad– continuar con su ciclo educativo. En estos casos, alguien tiene la obligación moral de explicar por qué ese joven o adolescente tuvo que salir a trabajar para aportar a su entorno familiar, si a nivel oficial han repetido hasta cansarse –y cansarnos– que Uruguay lleva años de crecimiento económico. Incluso durante la denominada “década ganada” registramos peores indicadores. Porque solo alcanza con mirar un poco a la región, donde hay economías con menores crecimientos, pero con mejores tasas de egresos. Y sin dejar de mencionar, claro, las altas cifras del desempleo juvenil y la feminización de la pobreza.
Alguien, algún día, deberá dejar de relativizar este escenario porque un futuro sin una base educativa fuerte simplemente compromete el desarrollo del país. O tal como lo dice el Banco Mundial –un organismo al que este gobierno “progresista” le ha hecho bastante caso– en nuestro país nacen niños que serán el 60% de lo productivo que podrían ser en caso de haber tenido una educación completa y una salud plena.
Lo dice el Índice de Capital Humano, que sondea datos de 157 países, donde Uruguay se encuentra en el ranking 68, por su debilidad de sostener a los jóvenes dentro del sistema educativo con el índice de deserción más alta de toda América Latina.
Incluso el informe sobre Uruguay concluye que un niño comienza a los 4 años de edad y espera completar 11,8 años de escolaridad al cumplir 18 años. Pero, si se toma en cuenta “lo que los niños aprenden realmente, la cantidad de años de escolaridad esperados es de solo 8,4”. Es decir, la calidad de su aprendizaje ajustado a esos años, para explicar el nivel adquirido.
Sin dejar de mencionar la complejidad institucionalidad, donde tantas autoridades se dedican a comandar la educación y cada uno lo hace desde su “chacrita”. Eso enlentece los cambios y enfrenta a un asunto de alta sensibilidad social, como la educación, a intensos e interminables debates públicos e ideológicos que no resuelven nada.
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