Los discursos y las palabras

Cuando terminara la dictadura y Julio María Sanguinetti fuera elegido como presidente, en su discurso habló más que nada de la democracia. No podía ser de otra manera. Era la gran novedad, la frutilla de la torta, el juguete nuevo que había –hay– que cuidar para que no se rompiera de nuevo.
Cuando Luis Alberto Lacalle asumiera, parecía que la democracia ya estaba definitivamente instalada por lo que no habló mucho de ella, sino de las oportunidades que no había que dejar pasar en el moderno mundo que teníamos por delante. Por supuesto que también tocó temas tradicionales de los discursos presidenciales como la paz y la educación, pero fue un discurso más dirigido hacia los rápidos cambios que se venían.
Jorge Batlle fue quizás el más serio, el más directo, hablando mucho del pasado reciente y de los derechos de los participantes de uno y otro lado del mostrador de esa historia.
Tabaré Vázquez fue el más escueto y centró sus palabras en el “compromiso”. Algo que seguramente todo su partido sentía al llegar al poder después de más de un siglo y medio de gobiernos colorados y blancos.
Y José Mujica, como muchos recordarán, habló más que nada de la educación. Colocándola por casi sobre todos los aspectos fundamentales de la construcción de un país.
Claro, después llegaron los cinco años de gobierno de cada uno de esos presidentes. Y ahí, los elocuentes discursos comenzaron a sufrir la prueba de fuego a los que la realidad los exponía. Porque un discurso es algo muy parecido a una declaración de amor. En este caso no a una persona sino a un país entero.
Y, como presidente, quien lo dice está, de alguna manera en una posición privilegiada para hacer de ese país algo mejor o algo peor. Por lo menos es lo que quienes lo votaron imaginan, depositando una cierta confianza en esa persona y su equipo de gobierno. Pero luego llega la realidad. Siempre llega. Siempre está ahí, al acecho. Las ceremonias de asunción, así como los casamientos, son un paréntesis que nos tomamos ante la marcha imparable de la realidad.
Y sólo los más acérrimos fanáticos podrán decir a la luz de la historia reciente que cualquiera de los presidentes nombrados consiguió hacer realidad todo lo que dijo que iba a hacer en ese discurso de inauguración de su gobierno. Las rispideces que surgen en cualquier relación también se hicieron ver durante los años de gobierno de cualquiera de ellos. Algunas fueron simples disidencias, otras, discusiones a voz en cuello que sólo podían terminar con un divorcio, como terminaron en algunos casos cuando una parte de la población prefirió dar su voto a otro candidato supuestamente diferente.
El discurso de asunción es el punto de largada de una carrera de largo aliento. Una carrera de obstáculos, de repechos, de zonas pantanosas, de muy pocos trechos fáciles de pasar.
Cuando una mitad –más un poco– del país aplaude y otra mitad –menos un poco– ve con displicencia como arranca un nuevo gobierno, Luis Lacalle Pou ha hablado más que nada de “derechos” y de “libertad”. Es que son palabras que concuerdan con el tono conciliador que ha venido utilizando en toda su campaña. Porque todos tenemos derechos y todos queremos más libertad. O por lo menos queremos que esos derechos nos ayuden a conseguir esa libertad.
Ninguno de los presidentes que hemos visto pasar desde 1985 para acá dejó de enfocar su discurso desde un punto de vista conciliador. Las discusiones vendrán después. Algunas más rápido que otras. Algunas serán mucho más que eso. Las mejores intenciones que se esgrimen en la línea de largada pronto comenzarán a exigir una defensa a veces muy dura de parte de quien las ha colocado en juego. Esos ojos de fuego y esa piel sin arrugas de la que nos enamoramos sufrirán inevitablemente los castigos del tiempo. Y si en una relación humana común esos cambios se ven después de un tiempo, en la vida política el tiempo pasa de una manera mucho más vertiginosa.
Entonces, cuando la fiesta de la asunción haya culminado, cuando el discurso del nuevo presidente sea sólo un eco en el parlamento, cuando se haya recogido el último papel que la multitud ha dejado caer vitoreando al candidato sobre el que depositan todas sus esperanzas, la fiesta habrá llegado a su fin y comenzará la marcha de la realidad.
Comenzará el juego del poder, el intríngulis de la política, la lucha por el equilibrio con grupos que tienen sus propias ideas, sus propias intenciones. La larga, complicada pero siempre rápida carrera del período presidencial dará inicio y la fiesta de la democracia pasará a ser la práctica, los hechos, las pruebas.
Las palabras que nadie en su sano juicio podría juzgar de negativas como “democracia”, “oportunidades”, “educación”, “derechos” o “libertades” mostrarán una cara mucho menos ideal, bajarán a tierra y se confundirán con otras mucho menos amables como “economía”, “seguridad”, “mercado”. Palabras que no seducen, que no son las que alguien elegiría para un primer discurso. Pero que comenzarán a pesar un día sí y otro también.
Y en un platillo de la balanza colocaremos unas y en el otro, las otras para sopesar si el nuevo gobierno está cumpliendo con lo prometido. O si está dando realmente lo mejor para conseguirlo. Bastante antes de llegar al final de la carrera los ideales lucirán mucho menos atractivos, la misma realidad los moldeará a su antojo y los siguientes discursos que escuchemos del presidente seguramente serán menos sentidos y más prácticos, más de defensa de lo realizado que de propuestas a futuro. Todo romance pasa por esa prueba y recién entonces se ven los verdaderos sentimientos. Recién ahí veremos hasta que tan profundo llegan las convicciones y los vítores.
Como siempre, serán el transcurso del tiempo y la resistencia a la realidad la que dará la razón a unos, o a otros.
Pero aún sabiendo eso ¿cómo no comenzar con una fiesta? No puede haber otro comienzo para la continuidad del andar de la democracia en nuestra historia. No lo puede haber y, por suerte, no lo hay.