El empleo, realidades preexistentes y actuales

En marzo de 2020, cuando transcurrían los primeros días luego de la declaración de emergencia sanitaria por COVID-19, al poco tiempo de la asunción del nuevo gobierno, sorprendía a algunos integrantes del Poder Ejecutivo las cifras elevadas de trabajadores informales existentes en Uruguay.
Sin embargo, alcanzaba nada más con transitar las calles en el Interior del país y mirar los números publicados por el Instituto Nacional de Estadística, para saber que había 24,8% de trabajadores en negro ya a fines de 2018. Es decir, las cifras corresponden al panorama laboral anterior a la pandemia. Por lo tanto, la sorpresa de entonces habla mucho más de la clase política en general, que de aquellos que estaban ocupados en vender una imagen positiva con un desempleo menor a dos dígitos y una coyuntura económica prácticamente envidiable. Porque a pesar del récord de personas registradas en el Banco de Previsión Social, había y habrá un núcleo duro que continúa bajo ese guarismo.

La red de protección social en Uruguay tiene una elevada cobertura en comparación con otros países del continente latinoamericano, donde sus economías se caracterizan por sostener elevados niveles de informalidad.
Con la llegada de la COVID-19, hubo que integrar a nuevas figuras dentro de esa red de protección y proteger a los hogares vulnerables, fundamentalmente aquellos donde residen niños y adolescentes.
En este caso, como en otras circunstancias sociales apremiantes, hace falta una mirada global para saber dónde y cómo estamos parados. En el mundo, hay más de 2.000 millones de trabajadores empleados en economías informales y en Latinoamérica hay países con cifras por encima del 80%. Es el caso de Bolivia, que de acuerdo a las tasas manejadas por la Organización Internacional del Trabajo (OIT) con cifras correspondientes al año pasado, se ubicaba en torno al 84,9%, seguido por Guatemala con el 79%.

En otros siete la informalidad corresponde a más de la mitad de la fuerza laboral del país y en Argentina, llega al 50%. Con índices menores se encuentran Chile y Uruguay, donde la cuarta parte de los trabajadores se desempeñan en el ámbito informal.
Impactan las cifras por sí mismas, pero el análisis no deberá apartarse de la realidad política que atravesó a cada nación, donde en las últimas décadas se instalaron gobiernos de variadas ideologías. En cualquier caso, los niveles de aportes tampoco resultaron accesibles para aquellos trabajadores que optaron por continuar en la informalidad ante los costos que deben enfrentar y, sin dudas, las responsabilidades familiares.
Sin embargo, la pandemia demostró que el trabajo dentro de la formalidad tiene mayores ventajas y perspectivas, a raíz de los elevados niveles de envíos al seguro de paro o subsidios por enfermedad que pagó y, aún paga, el sistema de seguridad social uruguayo.
Si hace falta un cambio de mentalidad, es necesario comprender que no ocurre rápidamente y eso es notorio en algunos núcleos duros que debieron atenderse a través de subsidios del Estado. Porque lo que antes no se atendía, debió enfrentarse en medio de una pandemia y con miles de casos que se sumaron conforme pasaban los meses.
Y porque el deterioro del panorama laboral también complicó la calidad de los aportes y, principalmente, las contribuciones de los trabajadores a esa seguridad social que hoy mismo se encuentra en medio de una discusión ante una inminente reforma.
El mayor deterioro afectó a las mujeres e incrementó las brechas de participación y, claramente, de índices de pobreza, particularmente en aquellos hogares monoparentales. Son todas situaciones que verán afectadas sus vidas en un futuro, ante la posibilidad de acceder a jubilaciones o pensiones.
Serán situaciones, a todas luces desgastantes, que tendrán consecuencias diversas y prolongadas en el tiempo. Porque las inequidades persistirán y la automatización en diversas áreas de la producción conspirará contra la creación de fuentes de empleo y los aportes a la seguridad social. Este ritmo, acelerado e inevitable, ya se nota en variados rubros de la economía y modifican las estructuras del trabajo en Uruguay.

Incluso el teletrabajo marcó distancias, con una mayor incidencia en Montevideo comparado con el Interior, en el ámbito público con relación a los privados y de mayores niveles educativos en contraposición a menor educación. Por lo tanto, la pandemia también dejó en evidencia los impactos asimétricos y las inequidades que ya estaban instaladas en la sociedad.
Porque el mercado laboral presentaba deterioros cinco años antes del año de la pandemia, con la pérdida de más de 50.000 empleos. Una cifra similar a los puestos cotizantes perdidos en el último año. Entre Montevideo y el resto de los departamentos, la pérdida de puestos de trabajo tuvo un mayor impacto en el Interior que en la capital del país.
Y el futuro cercano no es halagüeño, porque los empleos perdidos se recuperarán en forma parcial, en tanto se abre una gran interrogante ante la llegada de la próxima negociación colectiva. En forma paralela, es necesaria la opinión del sector empresarial en este complejo escenario, donde sólo el 20% de los ejecutivos espera que la cantidad de trabajadores en su empresa sea mayor al que tenía en 2019, es decir prepandemia. De acuerdo a la Encuesta de Expectativas Empresariales, de la consultora Exante, “las decisiones de contratación parecen poco sensibles a eventuales medidas de promoción del empleo”, como por ejemplo las exoneraciones previstas por el Poder Ejecutivo o el anunciado proyecto de ley del ministro de Trabajo, Pablo Mieres, que cuenta con media sanción de la Cámara de Senadores para la promoción del empleo en mujeres, jóvenes y personas mayores de 45 años.

A esto deberá agregarse el componente tecnológico, que es un desafío para las inversiones en las empresas, y la preparación de una masa laboral con tendencia a formas de trabajo tradicionales. Esto, también, forma parte de una problemática estructural que no se solucionará rápidamente, aunque ya no exista la pandemia.