La salud mental en la era pospandemia

Las autoridades encargadas de áreas sociales y de la salud pública comienzan a poner su foco fuertemente en un aspecto “pos-COVID 19” de la pandemia que, en realidad, siempre fue preocupante. La salud mental en Uruguay mantuvo aún antes del año 2020 señales de alerta, pero una vez instalada la contingencia sanitaria, se despintó su realidad. Todas las estrategias y servicios de atención, sumado a los fuertes mensajes de distancia y aislamiento, se agregaron a una causa que ya no era nacional, sino mundial.
Con los sucesivos incrementos de los casos, la ciudadanía y el gobierno se encontraron bajo un mismo enfoque para tratar de atravesar una crisis sanitaria sin antecedentes en nuestras generaciones y sin previsión en ninguna parte del planeta.

Hoy, con un panorama de relativo optimismo en el país ante un mínimo descenso de casos diarios y de internados en los centros de cuidados intensivos, vuelve a los titulares no solamente la ley que prohíbe la derivación de pacientes a las colonias siquiátricas, sino las “acciones para el cierre definitivo” antes de 2025.
Mientras transcurría la atención sobre la cantidad de ingresados en los distintos niveles de atención a raíz del coronavirus, entre las colonias Etchepare y Santín Carlos Rossi había unos 600 pacientes.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) publicó la semana pasada los datos globales referidos al suicido, uno de los flagelos que también preocupaban en Uruguay, y destaca que sigue siendo una de las principales causas de muerte. Antes de la pandemia, en 2019, se suicidaron más de 700.000 personas. Es decir que una de cada cien muertes ocurridas en el planeta era por autoeliminación o una cada cuarenta segundos.
Restan los números correspondientes al año pasado y lo que va de 2021, pero los expertos están ávidos en señalar que, como planeta, hemos atravesado por la mayoría de los factores de riesgo que llevan al suicidio. La pérdida del empleo, el aislamiento social, el fallecimiento de cercanos o la soledad, entre otros.

Y en este sentido, ni la juventud escapa a esta realidad, porque es la cuarta causa principal de muerte a nivel internacional en personas de entre 15 y 29 años.
En este sentido, también se debe poner el foco en las cuestiones referidas al género, porque se quitan la vida más del doble de hombres que mujeres. Con un dato muy específico y es que la tasa global desciende (en promedio 36% según las regiones del planeta), con excepción de las Américas. En nuestro continente, por el contrario, los casos se incrementaron un 17%.
Por esos lares, solo 38 países cuentan con una estrategia nacional de prevención del suicidio. Por lo tanto, cada vez se aleja más la meta de reducir un tercio la tasa mundial de suicidios en 2030. Entre las estrategias impulsadas por la OMS, el organismo destaca la difusión responsable de noticias sobre el tema, en tanto considera que puede “provocar un aumento de suicidios por imitación, especialmente si la noticia se refiere a una personalidad famosa o describe el método de suicidio”. Sin embargo, sostener este criterio tradicional tampoco dio resultados. Por el contrario, en las últimas décadas se observa un incremento sostenido.

Las nuevas generaciones han tenido que lidiar con conceptos novedosos para viejos males, como el acoso o la burla en los años escolares o liceales. En esas etapas de la vida, niñez y adolescencia, se presentan la mitad de los trastornos de salud mental que una persona padecerá a lo largo de su vida. La mirada atenta –sin naturalización de las situaciones– de parte de padres, adultos referentes o docentes será vital para detectar a una persona en riesgo.
Antes de la pandemia, los países destinaban menos del 2% de los presupuestos nacionales a la salud mental. Con la COVID-19 y la constatación de que más de la mitad de los casos positivos presentan estrés postraumático, depresión o ansiedad, se plantea la necesidad de rever las actitudes y apretar el acelerador ante una de las áreas más desatendidas.
En países de ingresos bajos y medios –entre los cuales puede ubicarse a Uruguay– más del 75% de las personas que tiene trastornos mentales o neurológicos e incluso tiene un consumo problemático de sustancias, no recibe ningún tratamiento.

En forma paralela, no debe quitarse el foco del entorno social de un paciente. En Uruguay, la ley habilita la internación de personas con problemas de salud mental en unidades polivalentes. Para ello, deberán sumarse camas en los servicios, ante la prohibición de las derivaciones a las colonias siquiátricas. No obstante, el proceso de cierre deberá solucionar el destino de muchos de esos pacientes que carecen de una referencia familiar y un mejor lugar para vivir.
Porque la ley aprobada en el período anterior no lo dispone y en este caso, como en cualquier otro, la solución está lejos de cerrar un lugar.
Aunque no sean aspectos comunes a la población en general ni a quienes hicieron aquella normativa, existen personas que han permanecido buena parte de sus vidas institucionalizadas. Algunos de ellos desde su niñez en establecimientos del INAU. La desvinculación familiar y afectiva está a la vista, ante una ley que habla de un proceso de cierre en los próximos cuatro años.
El único hospital siquiátrico del Uruguay, es decir el Vilardebó, recibe un promedio de cien pacientes por mes judicializados, que conviven con otros que no lo son. Y las transformaciones esperan, si bien han sido reconocidas por las sucesivas administraciones.

También se aguarda la creación de nuevas casas de medio camino y de casas asistidas, algunas de las cuales tiene camas vacías porque los pacientes no están preparados para el cambio. A partir de estas realidades, sólo puede hablarse de una desmanicomialización. Por eso, las experiencias en el territorio y el andar la vida diaria nos permite comprobar que una realidad queda implícita en los papeles y otra, bastante más difícil, nos atraviesa como personas.