Liderazgos perimidos

Desde hace más de una década que en el continente latinoamericano se intenta justificar lo que hacen los gobiernos liderados por exguerrilleros o exrrevolucionarios, sin importar si se violan derechos humanos, si avasallan la democracia o si es una dictadura maquillada. En Nicaragua, Daniel Ortega y su esposa Rosario Murillo, permanecen en el poder desde hace más de una década. De hecho, va en camino a ser el presidente que más años tiene al frente de la presidencia de su país.
A lo largo de los años, han conseguido alianzas de todo tipo. Desde empresariales hasta eclesiásticas y han perdido el respeto a la democracia. Reprimen protestas bajo formas violentas y encarcelan a quienes tengan la osadía de manifestarse como adversario político, o tengan alguna posibilidad de hacerles mella en las urnas.
Por eso, las elecciones del 7 de noviembre serán un trámite y se reducirán a una formalidad para dar un tinte de legalidad a la tiranía que sufre el pueblo nicaragüense, mientras las condenas internacionales han resultado tibias. Tan tibias, como la propia oposición nicaragüense, a fuer de sinceros.

Y en ese mar de tibiezas que es inconfundible en la política latinoamericana, navega este presidente ya acostumbrado a que los totalitarismos son malos, sólo si provienen del bando contrario. Paradójicamente, Ortega defiende hoy todo contra lo que un día luchó, y por lo que se derramó mucha sangre. Porque la Revolución Sandinista (marxista-leninista), de la cual él fue una de las principales figuras y que terminó con la dinastía de la familia Somoza tras asesinar al dictador Anastasio Somoza en un atentado con cohete, no fue precisamente pacífica. Pero eso tampoco es nuevo en América Latina.

Ahora varios permanecen callados la boca y se desconocen las razones, cuando el presidente sandinista encarcela y tortura a los propios compañeros de la Revolución. O, sí. Es que el relato en ocasiones se vuelve en contra cuando se dan cuenta que no es posible sostener veleidades sesentistas en un mundo de continuas transformaciones. Tecnológicas, políticas y también ideológicas aunque les cueste creerlo. Y despiertan para ver que un dictador, es dictador así sea de derecha o de izquierda.
Hoy, reconocer que Ortega se puso del lado malo de la política, es confesar que existe –en el fondo de la cuestión– un relato que se cae a pedazos. El 26 de mayo de 2008, este presidente recibió de mano del entonces intendente de Montevideo, Ricardo Ehrlich, las llaves de la ciudad y fue declarado huésped ilustre en “reconocimiento por su destacada labor en el proceso de unidad de Latinoamérica y el Caribe”.

En los últimos días, un grupo de ediles nacionalistas de la junta capitalina planean quitarle tal distinción, pero no existe una normativa al respecto. Sin embargo, plantean la creación de un artículo que lo haga posible tanto para el caso del exsandinista, como con Nicolás Maduro, el otro gran dictador de América premiado por la Intendencia de Montevideo, tan proclive a homenajear los totalitarismos de izquierda.

La Cámara de Diputados se enfrascará en una discusión sobre la cuestión nicaragüense en una sesión programada para el 6 de julio, luego de una sesión previa al paro del 17 de junio porque el Frente Amplio anunció que quiere dar “especialmente” este debate, de acuerdo a las palabras del coordinador de la bancada, Carlos Varela.
Hay que ser más papistas que el papa, y no ver lo que ocurre en Nicaragua. Incluso en el plano de la Salud Pública, Amnistía Internacional ha sido particularmente crítica con ese gobierno durante la pandemia, ante la promoción de actos masivos dispuestos por el régimen, sin medidas de prevención y control de la COVID-19. Incluso, sin brindar información sobre las instalaciones hospitalarias o logísticas establecidas para enfrentar la contingencia sanitaria. Por el contrario, se ha conocido últimamente la desvinculación de personal de la salud que ha manifestado su preocupación por la falta de una estrategia sanitaria que enfrente al coronavirus.

La violación flagrante a los derechos humanos, laborales y de expresión ocurren en forma cotidiana, con la mirada distraída de quienes defendieron al orteguismo en todas sus expresiones.
Pero la situación es tan insostenible que en nuestro país incluso en el Frente Amplio, siempre manejado con distintos grados de sutileza por la línea dura del marxismo, se comienzan a manifestar las fracturas frente a la posición oficial del partido, lo cual no es llamativo porque los que están sufriendo la dictadura de Ortega también son “revolucionarios”.
Porque en medio de esta pandemia, los activistas permanecen encarcelados en condiciones precarias e insalubres por el escaso suministro de agua potable, y no lo observó un organismo extranjero, sino uno global y multilateral como es Amnistía Internacional, del cual por supuesto que la Izquierda sólo se acuerda y reconoce cuando la crítica es a los gobiernos democráticos no alineados a su ideología.

Los paladines de la libertad de expresión en Uruguay deben expedirse sobre lo que ocurre en el contexto latinoamericano, bajo regímenes que hace décadas se instalaron bajo la complacencia del ala progresista. Pero le han tomado tanto gusto al poder, que parece casi imposible consustanciar una democracia plena, en un país –al igual que otros de su región—que está harto de quedarse anclado en matrices políticas ya perimidas.