De exclusiones y políticas culturales

El acceso a la cultura es un derecho consagrado por el artículo 27 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, vigente desde 1948, y todos los ciudadanos, con independencia del lugar donde vivan, deberían tener oportunidades de ejercerlo. Sin embargo, no siempre es así.
En diferentes partes del Uruguay existen personas de diferente edad que no tienen acceso a las actividades culturales que se desarrollan generalmente en las ciudades. Es más, se ha comprobado en investigaciones recientes que residentes de algunos barrios de Montevideo jamás estuvieron en el centro de esa ciudad. Podríamos preguntarnos qué ocurre acá y quizá no hay que ir muy lejos y recordar, por ejemplo, que iniciativas como la desarrollada años atrás cuando la Intendencia transportó personas desde diferentes localidades del Interior a espectáculos en el Teatro Florencio Sánchez, puso en evidencia una situación similar a la antes señalada.

Ocurre que los habitantes de los barrios más alejados y pobres, así como los pobladores del medio rural y las pequeñas localidades del interior, no suelen contar con los mismos servicios que quienes residen en las ciudades, lo que en la práctica es una limitante para el ejercicio de sus derechos ciudadanos y culturales.
Por otra parte, cuando se vive en una ciudad no siempre se es consciente de lo difícil que puede resultar la vida en el entorno rural o pueblerino de las pequeñas localidades del país donde la falta de actividades y alternativas impactan fuertemente en la vida cotidiana de pobladores de toda edad, que se encuentran –en este sentido– en situación de desventaja frente a sus pares urbanos.
Desde hace ya unos cuantos años el gobierno nacional y algunas entidades privadas –muy pocas todavía– realizan distintas convocatorias que promueven el desarrollo de proyectos culturales por parte de grupos de la sociedad civil organizados, grupos de vecinos e incluso particulares.

En el marco de políticas nacionales referidas a la descentralización y participación ciudadana se han dispuesto fondos para la ejecución de políticas culturales en las pequeñas localidades (como el Programa Cosas de Pueblo durante el gobierno anterior, u otras convocatorias concursables del Ministerio de Educación y Cultura, el Ministerio de Desarrollo Social, e incluso los Presupuestos Participativos de las Intendencias) que incidieron específicamente en el desarrollo de iniciativas locales en barrios y pueblos del país. Pocas de esas “ventanillas” continúan activas –la del Fondo Concursable para la Cultura es una de ellas– aunque es innegable que este tipo de convocatorias ha sido en los últimos años un semillero de proyectos que pusieron en acción a vecinos de distintas localidades del interior departamental y lograron promover el patrimonio e identidad local, fomentando la cohesión y el trabajo conjunto entre las personas.

En algunos pueblos los vecinos se juntaron para hacer sus fiestas locales y recuperar tradiciones, otros escribieron libros, otros construyeron galerías de fotos a cielo abierto o recorridos histórico culturales, o sentaron a las personas mayores a conversar con los jóvenes descubriéndose mutuamente. En todos los casos hubo una puesta en valor efectiva de las historias e identidades locales, se hicieron actividades culturales y se demostró que con un poco de ayuda y viento a favor, los propios vecinos pueden llegar incluso donde el Estado no llega.
Además de esto, en el entretejido de dinámicas sociales y culturales ocurren otras cosas. Y muy buenas. Hay iniciativas que surgen en los barrios, como las de la red de biblioheladeras de Paysandú, algunas de las cuales hoy no están activas pero que en otros casos continúan funcionando “a pulmón”, con grandes esfuerzos de vecinos que tienen una en su cooperativa, en un espacio de uso común, e incluso –como hemos visto– en el comedor de su propia casa.

Si miramos al interior de Paysandú existen realidades dignas de admiración como la Biblioteca Comunitaria de Pueblo Esperanza, fundada por un grupo de mujeres rurales en 2008 y que luego de permanecer cerrada durante los últimos cuatro años, fue reabierta por sus fundadoras, en plena pandemia y un nuevo espacio. También está el caso de clubes de lectura autoconvocados, entre ellos el existente en Quebracho, recientemente declarado de interés departamental por la Junta Departamental de Paysandú junto a otro emprendimiento cultural de la localidad.
Las bibliotecas y clubes de lectura son, incuestionablemente, promotores de cultura. No es fácil sostenerlos pero son imprescindibles para favorecer el acceso al libro como objeto cultural y medio de información y recreación, para incentivar el hábito de la lectura y brindar posibilidades de encuentro y socialización, especialmente en localidades como las mencionadas donde las oportunidades de actividades culturales son muy escasas.

Es en ese sentido que tanto las bibliotecas públicas y comunitarias –pero también un club de lectura– son herramientas válidas de inclusión social. Desde esa proximidad, pueden funcionar como espacio de prevención, detección e intervención social para superar la exclusión social, aproximarse al reconocimiento de problemas que afectan a las comunidades y encauzar su acción hacia la modificación de conductas, prevención de riesgos o el inicio de procesos socializadores.
Evidentemente, pueden desempeñar un importante papel integrador y de apoyo a través de los servicios específicos para los distintos grupos sociales de su comunidad de usuarios asumiendo un rol dinamizador de la sociedad y de promoción de la igualdad de oportunidades al permitir el acceso gratuito a la información y el conocimiento.

Es lamentable y una gran pérdida para la sociedad en su conjunto cuando no existen políticas culturales que apoyen este tipo de cosas. Y cuando existen, es necesario que en las localidades y barrios haya posibilidades reales de organizarse, escribir un proyecto y presentarlo formalmente para poder efectivizar aquello del aterrizaje local de las políticas nacionales.
¿Por qué apoyar las iniciativas culturales de los vecinos? Porque el acceso a la cultura es un derecho humano fundamental y porque la verdadera transformación de la realidad requiere de la participación social. Las iniciativas surgidas desde abajo, necesitan viento a favor. El Estado en sus diferentes estratos -nacionales, departamentales y municipales- tiene la obligación moral de considerar estos aspectos y fomentar su apropiación por parte de las comunidades. Aunque a veces lo olvidemos, el acceso a la cultura es un derecho consagrado para todos los seres humanos. Tan simple como eso y generalmente tan difícil de llevar a la práctica.