Desmantelar la informalidad, un imperativo siempre vigente

Un elemento claro que surge de la evaluación de casi dos años de pandemia en nuestro país, y cuando el panorama ha mejorado sustancialmente, aún teniendo en cuenta la incidencia heterogénea del impacto sanitario, social y económico, es que la crisis ha servido para poner al desnudo falencias en un “paraguas” que se creía era producto de fortalezas que al fin de cuentas no eran tales, y que además de un déficit de coordinación internacional en materia de controles sanitarios, también tiene que ver con escenarios internos en cada país.

Más allá de la calidad y cobertura de los sistemas sanitarios, de las virtudes y deficiencias en cada país, así como de la espalda económico financiera, existen aspectos colaterales a tener en cuenta, para tener idea de la magnitud del impacto que implica para la población en la coyuntura y las perspectivas de rebote hacia una situación de determinada normalidad.
Es que en este período amplios sectores de trabajadores y empresas de bajo porte han quedado expuestas a campo abierto en el temporal, cuando había un “relato” sobre una situación mucho mejor de años anteriores.

Precisamente como consecuencia de la caída de actividad y las medidas de contención, sobre todo, ha crecido la informalidad, que es tanto causa como consecuencia de la falta de desarrollo, e implica un círculo vicioso de difícil salida.
En sí, conlleva debilidad social por el atraso que amerita en los métodos de producción, acceso a servicios públicos y la posibilidad de mitigar riesgos de shocks, por lo que es un mal recurso pero prácticamente inevitable para atemperar golpes como el que trae aparejada la pandemia en el tramado socioeconómico.

Por otro lado, desde el punto de vista recaudatorio, también es un problema el que empresas y trabajadores no contribuyan al fisco en la medida en que lo hace el resto de la economía, aspecto clave en cuanto a los flancos débiles que implica tener una economía informalizada en una serie de áreas.
Precisamente, queda expuesta en toda su magnitud en coyunturas como la actual, desde que implica que amplios sectores de la población y de la fuerza productiva, de las células del tejido socioeconómico, salen todavía con cobertura muy afectada de esta emergencia.

De ahí que los esfuerzos en épocas normales deben centrarse fundamentalmente en captar a los sectores que están trabajando fuera de la legalidad, que sin dudas es un aspecto en el que se ha estado trabajando con énfasis en los últimos años, con resultados que se habían manifestado en su momento como satisfactorios, porque se había logrado bajar un 40 por ciento prácticamente crónico en nuestro país hasta porcentajes del orden del 22 por ciento, con algunos altibajos, de acuerdo a cifras de organismos del Estado y sobre todo del Banco de Previsión Social (BPS).

Sin embargo, el escenario que quedó visible por la crisis a lo a largo de la pandemia desnuda que el informalismo estaba disimulado, que la regularización estaba prendida con alfileres, en el mejor de los casos, porque las necesidades de asistencia por el Estado en estos grupos ha sido mucho mayor e inmediata de lo que se podía suponer. Tanto es así que en marzo de 2020, a mitad de mes del encierro voluntario y cuando se suponía que todos los trabajadores ya habían cobrado sus sueldos normalmente, el país vio florecer las ollas populares como si hiciese meses que esa gente no recibía su salario completo, al tiempo que la central sindical y el Frente Amplio reclamaban de inmediato la asistencia económica para los afectados. Esto ocurría apenas asumido el gobierno actual.

Consecuentemente, en este período en que se está apresurando el retorno a la normalidad, dentro de lo posible, se presenta el doble desafío de hacer crecer la economía pero también hacerlo dentro de la formalidad, para beneficio general, más allá de que evidentemente hay un alto costo para la regularización en todos los sectores, tanto en lo que refiere a cargas sociales como desde el punto de vista impositivo.

Pero también ocurre que el escenario interno recoge el impacto del escenario cambiante en el exterior. Desde el punto de vista de las señales externas, se observa que China ha retomado la senda del crecimiento y ello es particularmente importante para el continente sudamericano y Uruguay en particular, si se tiene en cuenta nuestra condición de abastecedores de materia prima para el gigante asiático.

De todas formas, América Latina se ha convertido en la región más azotada en términos de vidas y costos económicos por la pandemia, con una significativa caída en el Producto Bruto Interno (PBI) en 2020 y 2021. Esto ha ocurrido pese a que el subcontinente tenía una “ventaja” sobre otras partes del mundo, como es el caso de Europa, porque estaba con el diario del lunes sobre la devastación causada por el virus que en principio era una gripecita pero que mostró extrema virulencia para personas vulnerables y una capacidad de transmisión pocas veces vista.
Es que si bien algunos de los países de la región reaccionaron temprano, en base a las desgraciadas experiencias de naciones como Italia, España y Francia, igualmente el avance del coronavirus ha devastado a varios países de la región, que supuestamente habían tenido tiempo para hacer preparativos que minimizaran o hicieran menos grave el impacto, habida cuenta de las delicadas situaciones socioeconómicas y la debilidad de los sistemas sanitarios, por regla general.

Bueno, incluso el punto es que aun habiendo aplicado las mismas medidas de contención que los países desarrollados, los resultados obtenidos han sido diferentes, en general con escenarios muy preocupantes y procesos en marcha, brotes incontenibles en algunas zonas y un deterioro socioeconómico generalizado.
De acuerdo a un estudio del Banco Mundial (BM) sobre este escenario, se señala que las políticas de contención han sido menos eficaces en los países menos ricos debido precisamente a las bajas condiciones sanitarias, el hacinamiento, la falta de políticas sanitarias de base, la mala alimentación y sobre todo, por el alto grado de informalidad.

Este último es también un aspecto clave, por cuanto la falta de contención en el sistema de seguridad social, implica que se trata de personas y microempresas que siguen “haciendo la diaria”, que viven al día, y por lo tanto no pueden ampararse en ningún programa de transferencia de recursos más o menos confiable o estable, por determinado período, que implica paralelamente un serio desgaste de los recursos del Estado, que es el encargado de esta transferencia.

Queda entonces de relieve que la trama es muy compleja, por los serios problemas estructurales y su debilidad intrínseca para enfrentar shocks globales, vengan del lado que vengan.
Hay poco margen de maniobra en el corto plazo para cambiar este escenario, y nada indica que será fácil apartarse de este camino con alguna jugada genial: el sentido común indica que hay que seguir en una apertura gradual, con protocolos y responsabilidad de la población. Esto por lo menos asegura generar actividad y riqueza, a la vez de seguir atendiendo en la medida de lo posible con transferencias a los sectores que realmente lo necesitan para poder subsistir, mientras se trata de captar inversión de riesgo y volcar recursos financieros con créditos especiales para rehacer la economía y tratar de evitar que la pandemia del COVID-19 también se prolongue en una pandemia de penuria económica.