Obituario: Eugenio Schneider, el hacedor de sueños

La última entrevista de prensa fue en marzo pasado, en su escritorio del Frigorífico Casa Blanca. Opinó de uno de los varios temas en que fue experto, la forestación. Cuando terminé la grabación me miró un momento y preguntó: “¿Cuánto hace que nos conocemos vos y yo?” Respondí rápido: “Hace ya más de 20 años”. Sonrió y dijo: “El escriba…”, como usualmente me refiero a mí cuando escribo en tercera persona.

Ahora es cuando llega ese momento en que la muerte es protagonista. El río, “su” río se lo llevó o lo acompañó en su adiós a Eugenio Guillermo Schneider Ludwig. El chileno, el patrón, el sheriff. Casi nunca el argentino, y en realidad nació en Buenos Aires, el 1º de junio de 1940 en el Hospital Alemán, donde también años después fallecieron sus padres, Carlos (en 1984) y María Clara (en 1991). Se identificaba como alemán y argentino “al mismo tiempo”.
Aun cuesta leer una no tan simple frase en su colección de poemas “Impudor” -publicada en 2016-, en el tomo primero, cuando -una rareza- escribió sobre su propia historia: “(…) acabaré mis días, probablemente, dentro (o a la vera oriental) del hermoso río Uruguay”.

Aun no se por qué, pero así fue. Dejó sus pertenencias, su ropa, sus audífonos, su par de lentes, en la escalera que conduce al río en La Casa de los Cuatro Vientos, abrió el portón de hierro, y se lanzó al agua. Nadie podrá saber cómo fueron sus últimos momentos. Fortalece pensar que entre brazadas miró su amado refugio construido en la barranca a la orilla del Uruguay, blanco como la pureza, como la perfección, sonrió y se abrazó a las aguas que tan bien conocía. Pero, claro, es solo una visión poética; difícilmente la parca entienda de eso.

TRAZOS DE SU VIDA

Eugenio Schneider desapareció mientras nadaba en el río Uruguay el jueves 21. Su cuerpo sin vida fue encontrado el sábado 23. Desde siempre atraído por la literatura –tomó clases con José Luis Borges–, la filosofía y en general todas las artes. Gran admirador de Mahatma Gandhi, lo mismo que de Henry David Thoreau, ese fabricante de lápices hoy reconocido como uno de los fundadores de la literatura estadounidense.

En 1962 se radicó en la selva lluviosa de Estaquillas, una pequeña población en la Región de los Lagos, Chile, lejos del mundo, en un viaje en el tiempo al siglo XVII que lo enamoró, entre la vida familiar, bueyes, árboles, papas y barba, esa que en 1967, tras ser ejecutado el Che Guevara lo llevó un año a la cárcel. Si barbudo quizás guerrillero pensó la autoridad de la época, hasta que comprobó su error y lo dejó en libertad.

Eso hizo que la familia, en 1968, se trasladara –en la misma región– a la isla de Quihua, sin electricidad, lo que no detuvo su voracidad lectora; tenía velas, tenía quinqués o lámparas de Argand. Se dedicó a producir buenas pasturas y mejores quesos.

En 1978 decidió tomarse un año sabático y viajó a Uruguay, el país donde viviría el resto de su vida. Pero no hubo descanso, comenzó a administrar la estancia San Ramón, donde explotó ganadería (vacunos y lanares), agricultura, forestación, aserrío. En 1991 fue elegido presidente del Frigorífico Casa Blanca.
A caballo recorría el campo porque era la mejor manera de estar al tanto de todo. Fue uno de los 22 jinetes que realizaron la Marcha a Caballo Meseta de Artigas-Asunción del Paraguay en setiembre-octubre de 1997. Y a caballo el 9 de setiembre de 2000 llegó a Casa Blanca para radicarse dentro del frigorífico, en La Casa de los Cuatro Vientos, donde vivió hasta su muerte, 21 años después. En 2001 integró una delegación cultural y comercial a Moscú encabezada por el intendente de la época, Álvaro Lamas, y generada a partir de una gira del grupo teatral Taller de Teatro de Paysandú.

Hubo tiempos de negros nubarrones luchando contra la quiebra, pero levantó la industria frigorífica, logró el estatus de frigorífico exportador y dio trabajo a más de 600 personas, la mayoría residentes en Casa Blanca.

Para pagar parte de la deuda con el Estado entregó el pequeño pueblo de menos de un centenar de viviendas con techos a dos aguas, que así pudieron ser vendidas a plazo a sus moradores. Estableció el sistema de carnicerías abastecidas en forma directa. Hizo un negocio rentable de un frigorífico cargado de deudas.
Entre tantas actividades, mantenía más o menos oculta la de poeta. En 2010 publicó “Sin Cuenta” y “Al Desaire”, este último una serie de microensayos. En 2016, los seis tomos del poemario “Impudor”.

Incansable, Schneider dio y deja un legado cultural y social muy significativo a Casa Blanca. El 12 de abril de 2012 inauguró La Pulpería, un restaurante excepcional, con un invernáculo y una quinta donde se cultivan las verduras que luego se ofrecen en la mesa, con una cava muy destacada.
Fundó además un parvulario para niños de hasta 6 años; el 8 de marzo de 2014 inició el proyecto Omnes (Todos), primero concebido como un centro internacional para la enseñanza y promoción de la música barroca y luego convertido en ciclo de conciertos mensuales en la capilla Santa Ana y en La Pulpería, siempre no amplificados y con artistas de destacada trayectoria.

Estableció una radio FM comunitaria, instaló un cine donde se dio el lujo de proyectar grandes producciones del cine mundial y creó un programa de enseñanza de equitación, especialmente dirigido a niños y jóvenes.
Reconstruyó la policlínica, tomó a cargo de su empresa la recolección urbana y colaboró en iniciativas que nunca difundió, nunca quiso esa vanidad vacía.

COMO ESTAR, SIN ESTAR

Ahora es silencio, ahora es recuerdo. Como todo ser humano que deja huella, hay quienes recordarán sus terrenales errores y por si faltara alguno los inventarán. Hay quienes recordarán su pasión a veces incontrolada por vivir, por hacer, por ser. Su inteligencia feroz, su gusto por contar historias, su deleite en la música de Brahms y Bach, su sed por el mejor vino.

No fue un gaucho, fue un hombre de a caballo. Conoció y tuvo trato con presidentes, intelectuales, escritores, músicos destacados, empresarios exitosos; supo conversar con el mismo entusiasmo con sus vecinos o sus trabajadores.
Se casó cuatro veces, tuvo 8 hijos, 19 nietos, 11 bisnietos. Amaba la naturaleza tanto como a su vecino, el río, que corría a veces mansamente, otras tormentoso, como la vida misma, junto a su casa.

“Ya no estoy, me digo. Miro la estrella que ya no está. ¿Habrá otra forma/de estar, me pregunto,/que ya no estar?” (Sutil, 4 de julio de 2010). El supremo juez, el tiempo, contestará. Que sí, recordándolo. Como el gran ordenador de una empresa tambaleante, como el gran ordenador de un centro poblado que no solo mantuvo vivo sino que le dio impulso y le dio pleno empleo.

En algún tiempo por venir será reconocido como el buen poeta que fue y su literatura leída y estudiada. Su exitoso capricho de convertir a Casa Blanca en un centro cultural de música barroca valorado como no lo fue durante su vida.

Hasta dejó escritos no un epitafio sino al menos tres. No para sí mismo en realidad, simplemente como ejercicio literario. Pero quizás uno de ellos resultaría un buen resumen de su vida, la de un hombre prisma: “Al pavo le quitó su vano moco./Gozó. Sufrió. Amó, también, un poco./Mucho pugnó por no volverse loco”. (Dos epitafios, 10 de setiembre de 2011).
Enrique Julio Sánchez