La tragedia de Ucrania

La invasión de Rusia a Ucrania se ha transformado en uno de los hechos políticos y militares más importantes del siglo XXI y amenaza con extender sus consecuencias más allá del territorio hoy atacado por los ejércitos de Vladimir Putin, un exagente del servicio secreto soviético (KGB) que ha marcado a sangre y fuego la impronta de su estilo autoritario y altanero tanto en la política interna como fuera de fronteras. Ciertamente Putin no fue el inventor de las ansias rusas de controlar Ucrania a cualquier precio, sin importar las vidas humanas que se pierdan. Hace 90 años el régimen comunista llevó adelante una política de privación de alimentos contra la población ucraniana en una de las páginas más oscuras del denominado “socialismo real”. En efecto, de acuerdo con el servicio de noticias británico BBC, “en la Gran Hambruna de la década de 1930, hasta cuatro millones de ucranianos murieron de hambre durante la colectivización forzosa de las granjas por parte del dictador soviético Joseph Stalin. (…) Bajo las órdenes de Stalin, los funcionarios comunistas incautaron alimentos e impidieron que los campesinos salieran de sus aldeas para buscar suministros. Estaban siendo castigados por resistirse a la colectivización forzosa de las fincas. Ucrania lo llama ‘Holodomor’ (muerte por inanición), la muerte de aproximadamente cuatro millones de personas en la hambruna de 1932-33”.

Lo que resulta llamativo en esta ocasión es que Rusia (cuyos sueños de expansión territorial y grandeza nacionalista cuentan con raíces muy profundas en muchos sectores de la población de ese país) realice una invasión ante la mirada atónita del resto de los países europeos. ¿El “pecado” cometido por Ucrania para “merecer” la invasión de su territorio? Solicitar su ingreso a la Unión Europea y a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), un gesto que Putin considera tanto un atrevimiento como una amenaza, pero sin lugar a dudas y por sobre todas las cosas, algo inaceptable para el concepto expansionista de la “Gran Madre Rusia”. Si bien es verdad que Rusia y la OTAN constituyen sistemas defensivos claramente enfrentados y que nadie quiere una base militar a kilómetros de sus fronteras, lo cierto es que la mayor de las crisis de este tipo (la crisis de los misiles soviéticos instalados en Cuba durante la presidencia de John F. Kennedy) pudo solucionarse a través del diálogo, algo en lo cual Putin no tiene el más mínimo interés.

Como lo ha señalado el historiador argentino Alejandro Gómez, “La idea de Putin de recrear la gran nación rusa, tomando como referencia la URSS y más atrás en el tiempo, el imperio de los zares. Eso es lo que motiva a Putin a lanzarse a la conquista y/o recuperación de los territorios ‘perdidos’ desde la debacle a la URSS a comienzos de la década de 1990. Para ello utiliza como excusa la autodeterminación de los pueblos rusos que quedaron habitando los límites de la actual Ucrania. Y muy probablemente lo seguirá haciendo en otros países de la región si esta aventura le sale bien. (…) Creo que Putin venía dando señales claras de que algo así sucedería. El antecedente más directo lo vimos cuando Rusia invadió Crimea en 2014. El tema central aquí es que, lógicamente, las repúblicas democráticas de Occidente siempre rehúyen de la guerra, mientras que los gobiernos autocráticos no tienen problema con sacrificar parte de su población con tal de conseguir sus objetivos expansionistas, tanto territoriales como de poder personal”.

De esta forma, el ataque de Rusia a Ucrania recuerda la desigual batalla entre David y Goliat, ya que de ninguna forma puede compararse los poderíos militares y económicos de ambos países. A modo de ejemplo, y tal como lo consignó recientemente el diario español El Mundo, “en 1993, Ucrania era la tercera mayor potencia nuclear del mundo, después de EE. UU. y Rusia. Un año después, Kiev dio sus bombas atómicas a Moscú. Hoy, el presupuesto de Defensa ruso es 13 veces mayor que el ucraniano”. La política de Rusia en este punto ha sido clara: primero desarmó a Ucrania y ahora la invade, consciente de que casi nada y casi nadie se interpondrán en su camino, sin perjuicio de los actos heroicos del pueblo ucraniano que los medios de comunicación difunden a diario. A nivel global, Putin se aprovecha asimismo del creciente enfrentamiento entre Estados Unidos y China (una relación siempre tensa pero especialmente delicada por la histórica negativa de China a reconocer a la República de Taiwán y las continuas amenazas de usar la fuerza militar para hacerlo) pero también de una Unión Europea que no termina de encontrar “su lugar en el mundo” y da muestras claras de falta de liderazgo frente a los múltiples problemas que la aquejan y entre los cuales se puede mencionar la salida del Reino Unido de dicha espacio (el famoso “Brexit”), los dificultades presupuestales por el colapso de los sistemas de seguridad social, y la creciente inmigración extranjera, todos hechos que transforman a Europa en “un lindo lugar para visitar museos y monumentos” pero cuya pérdida de peso en el contexto internacional se acrecienta día a día.

Por otra parte, en una democracia verdadera es muy difícil convencer a la ciudadanía que vive en el confort de la Europa moderna de entrar en una guerra que nadie quiere pero puede ser inevitable para mantener las libertades y derechos de los que gozan, mientras que a Putin, al frente de una pseudo democracia donde los derechos civiles, las vidas humanas y la opinión pública le interesa menos que nada.
Por otra parte, la temeraria jugada militar de Putin tiene un coprotagonista oculto, pero no por ello menos resuelto y poderoso: China. Dispuesta a consolidarse definitivamente como una potencia mundial ante la lenta pero inexorable pérdida de protagonismo global de Europa y de Estados Unidos, China aparece como la gran ganadora en este juego de ajedrez. Sin gastar una gota de combustible para movilizar sus tropas y sin disparar una sola bala, Pekín ha matado dos pájaros de un tiro: debilita el sistema de defensa europeo (la OTAN) y la propia Unión Europea y al mismo tiempo coloca a Estados Unidos (presidido por un debilitado y vacilante Joe Biden) en una posición incómoda porque tira abajo su política de varios años de tratar de sumar a la OTAN a exrrepúblicas soviéticas integrantes de la URSS al tiempo que disminuye su papel frente al poderío y la diplomacia china.

Mientras los ciudadanos ucranianos se enfrentan a la tragedia de la guerra y los tiempos duros que seguramente deberán enfrentar, los gobiernos democráticos del mundo deben pensar, resolver y ejecutar sobre qué papel deben asumir ante este conflicto que por ahora se limita a Ucrania, pero que podría extenderse o profundizarse. Cuando Hitler anexó Austria en 1938 a través del denominado “Anschluss” no solamente estaba enterrando el Tratado de Versalles firmado en 1918 (el cual prohibía dicha unión) sino que también estaba precipitando el mapa geopolítico que llevaría a la Segunda Guerra Mundial. Pocos meses después, los países europeos volvían a permitir que Hitler continuara expandiéndose al anexar la región de los Sudetes, desmembrando la entonces Checoslovaquia gracias a un pacto firmado con Francia y el Reino Unido, países claves en una Europa débil y dividida. Han transcurrido más de 80 años desde esos actos que permitieron al líder nazi avanzar con sus nefastos planes, pero Putin parece haber aprendido muy bien la lección del líder nazi y busca repetir el expansionismo bélico a ultranza, pese a quien le pese y caiga quien caiga.