Don Sergio y el avión: Una historia de dos países

(Por Horacio R. Brum)
“Le voy a mostrar algo”, me dijo un día el administrador del edificio donde vivo, en Santiago de Chile. Don Sergio, como lo conocemos todos, es teniente coronel jubilado de la policía de Carabineros, una fuerza que en este país no solamente se ocupa del orden público, sino que está en los lugares más apartados del territorio nacional, como custodia de las fronteras, y con frecuencia presta en las comunidades rurales los servicios que los organismos del Estado no pueden dar, por falta de personal o por problemas de organización. Rescatar a quienes se extravían en los inmensos desiertos o en la hostilidad pétrea de la Cordillera –a veces en coordinación con las Fuerzas Armadas–, es otro de los cometidos de esta organización policial.

Al igual que muchos chilenos, Sergio Godoy Descourvieres siente aprecio por Uruguay y de un viaje que hizo alguna vez, además del recuerdo inevitable de las buenas carnes (“¡El bife se podía cortar con una cuchara!”, sostiene) se trajo la impresión de la amabilidad de la gente.

Sin embargo, su relación con Uruguay tiene otro significado; una medalla de tamaño similar a las que se dan en los juegos olímpicos, con el escudo nacional, lleva la leyenda: Al Tte. Sergio Godoy Descourvieres, Ayudante Intendencia Colchagua. Testimonio de nuestro agradecimiento. Embajada del Uruguay. Santiago, abril de 1973. Esa medalla, que Don Sergio me mostró con orgullo, recuerda su papel en la historia de lo que se ha dado en llamar El Milagro de los Andes.

Cincuenta años atrás, el 13 de octubre de 1972, el entonces teniente Godoy se enteró por la radio y los diarios de que un avión de la Fuerza Aérea Uruguaya había caído en alguna parte de la cordillera de los Andes. “En ese momento no teníamos nada que hacer –cuenta– porque de la búsqueda estaba encargada la Fuerza Aérea. En la cordillera todavía había condiciones invernales y poco se podía hacer con patrullas de a pie”.

Sergio Godoy cumplía tareas principalmente administrativas, como ayudante del intendente (gobernador) de la provincia de Colchagua, unos 140 kilómetros al sur de Santiago. Por tradición familiar entró a la escuela de oficiales de Carabineros, pero también había hecho estudios de magisterio, por lo cual pasó algunos años en escuelas rurales aisladas. Ya como integrante de la fuerza policial, participó en patrullas para vigilar que la Gendarmería argentina no corriera los mojones indicadores de la frontera, durante uno de los diferendos de la década de 1960. En esas misiones conoció la dureza de la vida en la montaña nevada.

Más de dos meses después de saber del accidente del avión uruguayo y de los esfuerzos inútiles hechos para hallarlo, relata Godoy: “Un día, como a las cinco de la tarde, llaman de Carabineros a la Intendencia para dar cuenta de que un arriero de la zona de Puente Negro, había encontrado al otro lado del río Tinguiririca a dos sobrevivientes del avión uruguayo, que le habían tirado un mensaje envuelto en un papel”. En Chile, los arrieros son hombres de campo que en verano pasan mucho tiempo en la montaña, haciendo pastorear el ganado. El arriero, tocayo del teniente Godoy, se llamaba Sergio Galán y había encontrado a Fernando Parrado y Roberto Canessa, que hicieron una verdadera travesía por el infierno para salvar a sus compañeros.

La Intendencia de Colchagua avisó al gobierno central del hallazgo y Sergio Godoy recibió la orden de coordinar el rescate. La Fuerza Aérea tuvo el papel principal en esa etapa, porque contaba con los únicos medios para llegar rápidamente al lugar de la catástrofe: unos helicópteros Bell, rezagos de los usados por Estados Unidos en la guerra de Vietnam.

En la primera etapa de la operación, esas aeronaves recogieron a Canessa y Parrado, que estaban en un puesto policial de las estribaciones de la cordillera, y los llevaron a un campo militar de prácticas de tiro, el único lugar suficientemente plano como para despegar y aterrizar sin riesgo.

Don Sergio tuvo allí lo que describe como la experiencia más hermosa de su vida: “Ahí nunca se veían aves, porque las ahuyentaban el ruido de los disparos… esa mañana había neblina y poca visibilidad, pero momentos antes de que empezara a oírse el sonido de los helicópteros aparecieron tres palomas blancas, que se posaron en triángulo en el campo. Cuando oímos los rotores, sin ver todavía los helicópteros, las palomas levantaron vuelo y se perdieron en la neblina. Unos instantes después aparecieron los helicópteros, y aterrizaron en el mismo lugar donde se habían posado las aves”.

El rescate tuvo que completarse en dos días, porque los helicópteros debían volar a varios miles de metros de altura y luchar contra los vientos cruzados.

Fueron muchas horas de emociones fuertes para el teniente Godoy, que hasta ahora recuerda cómo quedó impresionado por el aspecto de los sobrevivientes: “…parecían esqueletos vivientes, con sus piernas y brazos muy delgados. Como estaban en esas condiciones, pensé que era un milagro lo que estábamos viendo…” Sin embargo, y pese a que la información no se hizo pública durante algunos días, para evitar las manipulaciones morbosas, ya desde los primeros interrogatorios médicos se supo cómo había sido posible la supervivencia de 16 de los 45 pasajeros del Fairchild 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya.

Ese dato no alteró la admiración de Sergio Godoy y todos sus compatriotas por los sobrevivientes, aclamados como héroes por los medios chilenos de comunicación, tal cual han vuelto a hacerlo en estos días, en numerosos reportajes y documentales. El accidente se produjo en las faldas del volcán Tinguiririca, cuyos glaciares dan origen al río del mismo nombre, y en territorio argentino. Canessa y Parrado caminaron hacia Chile porque antes de morir, uno de los pilotos les dijo que habían pasado la ciudad chilena de Curicó. Los diferendos fronterizos han sido una constante en las relaciones chileno-argentinas; en aquella época, mientras Salvador Allende intentaba en Santiago construir un país socialista, en Buenos Aires imperaba una dictadura militar desde 1966. Aun así, no hubo disputas ni reclamos diplomáticos por la penetración en el espacio aéreo argentino de los helicópteros chilenos; todavía, el salvar vidas era más importante que las ideologías.

Las montañas, como el desierto o la selva, tienen mucho de bello y poético cuando no hay que vivir en ellos sin protección ni abrigo. En una breve excursión a los Andes de Santiago, por ejemplo, se puede comprobar cómo más allá de los 2.000 o 3.000 metros de altura la respiración se hace dificultosa, el corazón late con más fuerza, a veces duele la cabeza, y caminar unos kilómetros puede ser un esfuerzo mayor. En cuanto a la nieve, en la alta montaña no es la de las excursiones estudiantiles a Bariloche, sino un manto frío que amortaja toda vida, animal o vegetal. Como dijo uno de los sobrevivientes uruguayos en un documental emitido por la televisión chilena años atrás, “donde está la nieve está la muerte”.

Por eso, el Milagro de los Andes, no fue tal, sino una historia de coraje, de resistencia, de compañerismo y de esa capacidad tan uruguaya para meter a último minuto el gol de la victoria, cuando todo indica que el partido está perdido. Una historia que tuvo por protagonistas a los 16 héroes de la montaña y también a los héroes silenciosos que contribuyeron a salvarlos, como Don Sergio, en 1972 el teniente Godoy, ayudante de la Intendencia de Colchagua.