Pretextos: El secuestro de Miss Blandish

Anagrama 2006 (1939)
La literatura policial sigue siendo colocada al costado de la literatura “seria” por razones que poco y nada tienen que ver con la lógica. Pero así es y tal vez siga siendo por los siglos de los siglos. Eso que puede ser una injusticia, ya que sobradamente se ha probado y comprobado que ciertas novelas policiales son tan buenas o mejores que cualquiera, también deja cierta libertad a un género que se ha ganado el gusto del público masivo al atreverse a ahondar en sucesos y personajes que bien podría catalogarse de insalvables, algo que, para el morbo del lector, siempre funciona.
Pero ojo, eso de retratar personajes siempre al filo de la moralidad, inclusive si hablamos de los que supuestamente deben impartir justicia, no es propio de la totalidad de la literatura policial. Una cosa es la novela policial tradicional y otra muy distinta la de “serie negra”, llamada así porque sus primeros ejemplares eran editados con tapas oscuras.

Para describirlo fácilmente aquella frase que decía que lo que hizo la novela negra fue tomar el costoso jarrón de la pieza aristocrática y colocarlo en medio de la calle, sigue siendo la más precisa. Todos los viejos lectores del policial saben que cuando escritores como Hammett, Chandler o Cain publicaron sus primeros libros, no había en ellos un detective bonachón, ni una viejita simpática que investigaba y los ambientes no eran los de la aristocracia, sino que los mismos investigadores estaban llenos de vicios y debilidades y los crímenes eran cometidos en los bajos fondos de las grandes ciudades.

Todos esos escritores eran norteamericanos. Se formó entonces una puja entre la novela del tipo Ághata Christie y las de estos otros señores. Y había tantos escritores en un bando como en el otro. Y en esas idas y venidas entre un lado del Atlántico y el otro, también hubo un extraño caso de un escritor inglés que ubicaba sus historias en ambientes estadounidenses, a pesar de conocerlos solo por fotografía.

Se trató de James Hadley Chase, seudónimo de René Babrazon Raymond, un librero que, en la década del ‘30 vio como las novelas policiales se vendían como pan caliente. Con una visión que luego se revelaría muy acertada, decidió entonces escribir él mismo novelas del género. Y comenzó por la que sería su obra maestra: El secuestro de Miss Blandish.

Como bien dice el título la historia cuenta el secuestro de una joven de la alta sociedad por parte de una pandilla de delincuentes que parece salida un poco de la más cruda realidad y de la literatura del sur norteamericano, con William Faulkner como modelo principal. La novela entonces es tan dura como cabe suponer. Fue un suceso de ventas que posibilitaría la larga carrera de Chase en el mercado literario con decenas y decenas de títulos que no solo el público devoró con afición sino que también tuvieron el aval de la crítica y sendas adaptaciones cinematográficas.
Sin embargo, nunca pudo superar el impecable nivel de su primera novela, El secuestro de Miss Blandish. En ella el lector encuentra todos los elementos del género balanceados de manera perfecta. Violencia, corrupción, sexo, personajes marginales, detectives amorales y, por supuesto, mujeres fatales. Fue el modelo para cientos de historias que aparecieron luego y que siguen surgiendo hoy no solo en la literatura, sino también en el cine y la televisión.

Chase moriría en 1985 y escribiría hasta poco antes de su muerte forrado en los millones que habían producido sus libros. Su única piedra en el zapato sobre tan larga y exitosa carrera fue esa, que lo mejor de su talento quedó encerrado en su novela inicial. Entre las otras hay de todo, buenas, malas, olvidables y también aquellas que se siguen reeditando.
Pero la seca perfección que supuso El secreto de Miss Blandish no se repitió. De todas formas, la carrera completa de Chase no deja de tener un sesgo milagroso al tratarse de un inglés escribiendo sobre una tierra y unos personajes tan extraños y lejanos para él como para cualquiera de nosotros. Fabio Penas Díaz