Un nuevo presidente y una vieja diplomacia

Gabriel Boric entra al gran mundo en Francia.

(Por Horacio R. Brum)
Patricio Aylwin, el primer presidente del regreso a la democracia en Chile, trató de moderar el entusiasmo –no exento de soberbia–, que muchos políticos y empresarios compatriotas mostraban por lo que se conoció entonces como “el modelo chileno”, subrayando cada vez que podía que el suyo era un pequeño país al fin del mundo, con problemas de pobreza y desigualdad. Un político demócrata cristiano de la vieja escuela, formado en el humanismo católico, Aylwin prefirió que Chile no fuera visto como el protagonista de los éxitos económicos, sino como una nación que salía de los horrores de la dictadura militar, para convertirse en un faro de los derechos humanos.

La presencia de un Pinochet todavía poderoso frustró en parte esa intención y su sucesor, que tuvo que defender al exdictador cuando cayó preso en Londres, prefirió relacionarse internacionalmente desde la economía. El presidente Eduardo Frei Ruiz-Tagle, hombre del gran mundo empresarial, consagró la “diplomacia de los negocios” y su ministro de Hacienda, Eduardo Aninat, dijo que los chilenos aspiraban a ser los fenicios de América Latina, por su capacidad comercial. Aninat se refería a la nación de la antigüedad del Mediterráneo, reconocida por comerciar todo con todos.

Esta nueva era de diplomacia de Santiago también introdujo una cuota de relativismo en la visión de los derechos humanos; en 1994, cuando Frei cultivaba durante una visita a Indonesia la aspiración chilena a ingresar al Foro de Cooperación Económica del Asia-Pacífico (APEC, en su sigla inglesa), el canal estatal TVN atrajo las iras presidenciales al emitir un documental que hablaba de la corrupción y el autoritarismo en ese país. Un anfitrión, por otra parte, que durante los más de 20 años de ocupación ilegal de la antigua colonia portuguesa de Timor Oriental había matado por el hambre, la guerra y las torturas a más de 250.000 personas. Pese a todos los pesares, en noviembre de 1994 Frei pudo anunciar con orgullo que Chile había sido aceptado en el APEC.

Eduardo Frei fue sucedido por Ricardo Lagos, quien gustaba de presentarse como el primer mandatario socialista después de Salvador Allende. No obstante, fue en torno a la negociación del tratado de libre comercio (TLC) con Estados Unidos donde se realizaron los mayores esfuerzos diplomáticos, dejándose a veces de lado la consideración por otros campos y actores de las relaciones internacionales. La decisión tomada en 2002 de comprar los cazas F-16 estadounidenses, por ejemplo, pudo haber sido un gesto para mostrar al futuro socio que Chile estaba dispuesto a hacer negocios en serio, pero costó algunos puntos en las relaciones regionales, porque pareció que La Moneda tenía un doble discurso: mientras hablaba de reforzar la confianza con los vecinos, adquiría un arma de alta tecnología y con un considerable poder destructivo. Por otra parte, en abril de 2002 el gobierno de Lagos se apresuró a respaldar la intentona golpista contra el presidente venezolano Hugo Chávez, que tuvo una aprobación mal disimulada de la Casa Blanca, mientras países como Argentina, Brasil y México hablaban de golpe de Estado y abrían un compás de espera antes de dar reconocimiento alguno al empresario que había sido declarado presidente de Venezuela.

Tres días más tarde, con Hugo Chávez de vuelta en el sillón presidencial, la canciller Soledad Alvear y Lagos negaron haber apoyado implícitamente a los golpistas, y cayó la cabeza del chivo expiatorio Marcos Álvarez, el embajador chileno en Caracas.

Una empresa europea, dueña de la electricidad de Chile.

Ese mismo año, tras el ataque a las Torres Gemelas en Nueva York, Chile se las vio en figurillas para no ofender a la Casa Blanca, cuando el TLC ya estaba a punto de concretarse, y a la vez mantener la autonomía de su política exterior. Además, tenía una deuda con la Unión Europea, que ante la dureza negociadora del Mercosur, con el cual inició primero las negociaciones, había firmado con Santiago otro muy publicitado TLC. En este contexto, el gobierno de Ricardo Lagos resolvió adoptar una posición “equidistante” (término acuñado por la entonces canciller) entre el belicismo estadounidense y el pacifismo latinoamericano. Estados Unidos no ahorró presiones, como la llamada telefónica directa de Bush a Lagos a fines de febrero de 2003. Las llamadas del primer ministro británico y del presidente francés también tuvieron el propósito de convencer al mandatario chileno de volcarse hacia una u otra posición, y lo pusieron en el predicamento de cómo complacer a todos y arriesgar lo menos posible.

El resultado fue que el gobierno chileno quiso presentarse como articulador y negociador de consensos, y produjo un proyecto de resolución que, aún cuando fue estrangulado en la cuna por los Estados Unidos, acogía el punto central de las denuncias falsas hechas por el gobierno de Bush (la posesión por los iraquíes de armas de destrucción masiva, de las que hasta el día de hoy no hay indicio alguno) y daba un plazo tan irreal para el desarme de Irak como el propuesto por los norteamericanos.

Cuando la diplomacia exhaló el último suspiro y Bush resolvió ignorar a la ONU y atacar a Irak, la palabra más enérgica que pudo encontrar la Cancillería chilena para referirse a ese atropello fue “lamentar”. Si ya no había más guerra que impedir, había un TLC que firmar… El 6 de junio de 2003, después de sufrir otro pequeño castigo por parte de la Casa Blanca, que decidió firmar antes un TLC con Singapur, Chile recibió su premio a la constancia de más de una década: el Tratado de Libre Comercio con la nación más poderosa del planeta fue firmado en Miami. Ahora sí tenían plena vigencia las palabras dichas por Lagos a toda la nación al concluir las negociaciones bilaterales, en diciembre de 2003: “Hoy Chile está en el mundo”.

2004 fue el año del APEC para Chile, con la realización de la cumbre del grupo en Santiago, donde se vio a Ricardo Lagos intercambiando presentes, sonrisas y apretones de manos con algunos de los gobernantes más autoritarios de la comunidad internacional. Entre los recibidos con más boato estuvo el presidente de China, un país que se luce tanto por el crecimiento económico, como por su desprecio por los derechos humanos. Pero China es un enorme mercado; tal vez por eso, aquella “adhesión irrestricta al orden mundial de los derechos humanos”, proclamada por Lagos en su mensaje presidencial del 21 de mayo de 2000, se diluyó y fue posible agregar otro TLC en la panoplia de los triunfos internacionales. Hoy, los chinos compran alrededor del 40% de las exportaciones chilenas y causan preocupación en la Unión Europea y los Estados Unidos, por su penetración en el ámbito de los minerales estratégicos, como el litio. Por eso, no sorprende que tanto el jefe del gobierno alemán Olaf Sholz, como la presidenta de la Comisión Europea Ursula von der Leyen hayan llegado al país recientemente con jugosas ofertas de inversiones.

Tampoco causa sorpresa que el presidente Gabriel Boric, en su primera visita a Europa, con motivo de la reunión de América Latina y la Unión Europea, haya sido el mandatario de la región que tuvo las palabras más duras para la invasión de Rusia a Ucrania. Moscú es un socio menor del comercio chileno, mientras que la UE modernizó hace poco su TLC, vigente hace dos décadas.

Cuando Boric asumió el mando, entregó el ministerio de Relaciones Exteriores a una abogada especialista en derechos humanos, quien habló de implementar “una política exterior feminista” y un funcionario de la cartera dijo que era necesario revisar todos los tratados de libre comercio, en consulta con la ciudadanía.

La ministra duró un año en el cargo y fue reemplazada por Alberto Van Klaveren, de larga carrera diplomática y exsubsecretario de RREE del segundo gobierno de Michelle Bachelet. Como le ha sucedido en muchos otros campos, Gabriel Boric tuvo que olvidarse de su pasado de activista callejero, para adaptarse a la realidad de un Chile en el que la “diplomacia de los negocios” es una política de Estado que no se cambia de un día para el otro.