La mayoría de las personas que se encuentran en situación de calle consume pasta base de cocaína. De acuerdo a los relevamientos realizados por el Ministerio de Desarrollo Social (Mides), hay cerca de 2.800 personas en la calle y el 77 por ciento es adicto a esta sustancia. Eso supone un crecimiento del 20 por ciento, al compararlo con el relevamiento anterior y algunas reflexiones que se remontan al ingreso de esta droga al país.
Las estimaciones son coincidentes. Entre los años 2001-2002, junto con la crisis económica de la región, ingresó al territorio nacional. Pero ya estaba presente en otros países desde hacía algunas décadas.
El precio de venta amplió su demanda y llegó en el momento preciso en que la matriz social se encontraba débil. Eran, además, los tiempos en que se desplegaba el Plan Colombia, un acuerdo entre el gobierno colombiano y Estados Unidos para terminar con el conflicto armado y luchar contra el narcotráfico.
En aquella época, el gobierno de Bill Clinton priorizaba la prevención del ingreso de drogas ilegales a país y el enfrentar a las mafias que utilizaban el negocio de la droga para financiar la guerra interna en el país sudamericano.
Los detractores de aquel plan alertaban que no era posible detener la expansión del narcotráfico y que la injerencia estadounidense estaba centrada en la lucha contra las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Desde su puesta en práctica, en 1999, el plan ha recibido miles de millones de dólares a través de las distintas administraciones estadounidenses. Redujeron a la mitad los cultivos de amapola y heroína, pero aumentó la producción de coca, porque los productores cocaleros se fueron a las áreas selváticas más remotas para evitar poner fin a su producción. Y la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito sostiene ese reporte de incremento de las plantaciones.
El aumento, que comenzó hacia el norte de América Latina, tuvo una rápida expansión al sur del continente en volúmenes importantes y las consecuencias se miden veinte años después, con los resultados ya divulgados.
El expresidente de la Junta Nacional de Drogas de Uruguay durante los años 1994-2000, Alberto Scavarelli, también estuvo al frente de la Comisión Interamericana para el Control del Abuso de Drogas (Cicad), a partir del año 2000. Y observaba entonces el crecimiento del núcleo duro de la delincuencia en otros países latinoamericanos, como Perú, luego de tres años de consumo sostenido.
Veía que la pasta base transformaba el perfil del delito, algo que ocurrió pocos años después en Uruguay. Así explicaba, también, la alevosía y la violencia que se incrementaba al momento de cometer cualquier delito. Por eso, a pesar de la profesionalización de la Policía, el aumento de instrumentos, herramientas legales y –sobre todo– de tecnología, han corrido de atrás. Con el paso de las décadas, el resultado es visible: un aumento del consumo, de quiebres personales y familiares, con un agravamiento explícito en la condición social de las personas. Por lo tanto, no debería ser un tema de campaña electoral. En realidad, todo lo contrario. Es con demasiada frecuencia que Uruguay descubre embarques con importantes cantidades de cocaína y la pasta base, como sustancia intermedia, incrementa su población consumidora. También la información divulgada por los medios de comunicación, estiman su valor en dólares tanto en este continente como en Europa. Y cuanto más dinero, más poder.
Por eso, aumenta también su valor en plomo. Aquellos que cometen la osadía de investigar, terminan sus días de manera violenta. Y en esa crónica se encuentran, tanto el exprecandidato a la presidencia de Ecuador, Fernando Villavicencio, como cualquier periodista en México. O un consumidor que no pudo pagar la cuenta en un barrio montevideano. Es el poder del dinero y, con una mirada en perspectiva, así ocurre desde hace años.
En cuanto a Uruguay, sólo alcanza con observar el tiempo que tomó la compra de dos escáneres para el puerto capitalino porque el que cuenta actualmente, tiene varios años de uso. Por eso, se corre de atrás con un delito que avanza en varios territorios, como por ejemplo el manejo de flujos de capitales y sus orígenes.
Así avanza, también, la complejidad en sus estructuras y aquellas figuras patriarcales de los cárteles han dejado paso a otras formas de mandato. Hoy esas figuras son varias, están difusas y distribuidas en un planisferio mucho más extenso. La forma de actuación es versátil y atraviesa fronteras con una facilidad insospechada. Su alcance ha sido subestimado por décadas en varios países y hoy sufren las consecuencias.
Incluso, el entramado social no alcanza para tan amplia cobertura. Y la legislación tiene el límite de las libertades individuales. Hoy, el Mides incrementa los programas de atención a las personas en situación de calle y sus problemas de adicciones, pero ofrece cobertura a quienes manifiesten el deseo de curarse.
Es así que incide altamente la problemática de la salud mental en esta población, con casos extremos ya difundidos. El ministro Martín Lema impulsa la aprobación del proyecto de ley de internación involuntaria a personas adictas en situación de calle.
Claro que nada garantiza que, enmarcado en una internación involunatria, una vez desintoxicada una persona, no vuelva a la calle a consumir. Pero el Mides solo, no puede. Y si no se transversaliza la ayuda con recursos humanos, técnicos, económicos y de otro tipo de dispositivos que se transformen en lugares transitorios para retener a los consumidores bajo techo, entonces se sancionará una ley sin dispositivos más amplios.
Es que son muchas cosas, todas juntas y a la vez. Pero ese es el problema planteado durante años en un país que pasó décadas relativizando la temática de las drogas, temiendo que se afectaran derechos y viendo cómo usar tecnicismos para imponer una sensibilidad que no llega a la población objetivo. Por eso, sus consecuencias se ven sobre una sociedad que tiene afectados los derechos de los demás.
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