Resiliencia y alertas tempranas

En los primeros meses de este año han ocurrido fenómenos meteorológicos de consideración –como vientos de alta intensidad y copiosas lluvias– que generaron un cóctel de situaciones de riesgo que han afectado seriamente tanto al espacio público como a infraestructuras de vivienda y trabajo, en el medio urbano como rural, impactando fuertemente y en múltiples dimensiones en la vida cotidiana de las personas y el normal desarrollo de actividades sociales, productivas y económicas.

El cambio climático, que se manifiesta de múltiples formas sobre la naturaleza y el día a día de las poblaciones y personas, así como situaciones meteorológicas puntuales hacen que sea necesario comenzar a considerar seriamente aspectos claves de la resiliencia pero también la adecuación de las políticas de información a la ciudadanía y los cambios de hábitos y costumbres de esta última.

La trágica muerte de un niño de ocho años acaecida mientras estaba alojado en una cabaña de un campamento y de un joven de 20 en Colonia durante un temporal a fines del año pasado constituyeron –además de una lamentable e irreparable pérdida de vidas jóvenes– un recordatorio de la necesidad de incorporar en nuestro día a día una adecuada gestión de riesgos.

Es justo reconocer que los pronósticos meteorológicos conllevan cierto grado de incertidumbre y generalmente no es fácil hacer un pronóstico con vigencia de más de 48 horas que se cumpla a rajatabla, así como también el hecho que han mejorado mucho las alertas meteorológicas en relación a lo que ocurría hace una década y que en la mayoría de los casos en que han sucedido eventos de consideración, habían sido emitidas. No obstante, el tema sigue dando motivos a la polémica y una de las variables de la discusión es si se difunden o no con la suficiente anticipación.

En la esfera pública algunas instituciones, como la Universidad de la República, cuentan con protocolos de actuación vinculados a los diferentes niveles de alerta de Inumet con la finalidad de evitar riesgos y lesiones personales que podrían derivarse de los traslados desde y hacia los lugares de trabajo, o la realización de diferentes tareas laborales durante el transcurso del evento meteorológico que da origen a una alerta roja, por ejemplo. En el sistema educativo, también la ANEP deja de contabilizar inasistencias a partir de alerta naranja.

Sin embargo, como bien lo demuestran diferentes situaciones ocurridas durante eventos meteorológicos como vientos fuertes, lluvias intensas o granizadas, eso no es suficiente. Y, por otra parte, estamos errando el camino si tratamos a las alertas solo con criterio administrativo para contabilizar corrimientos horarios de la asistencia del personal o como justificación de suspensión de actividades.

Como bien señaló tiempo atrás el director del Sistema Nacional de Emergencias, Santiago Caramés, se podrán hacer “todas las previsiones posibles, avisarle a la población y hacer las alertas, pero si cuando hay avisos y alertas no nos ponemos alertas” es difícil que las cosas ocurran de manera ideal.
En el fondo se trata de un tema de educación para mejorar la percepción de riesgo sobre determinados fenómenos en la discusión pública. “Hay que tomarlo en serio y no lo hacemos, incluso los actores políticos”, opinó el jerarca.

Nuestro país está tratando de mejorar sus sistemas de alertas tempranas en múltiples esferas de la actividad. En este sentido, el año pasado fueron presentados los resultados de una consultoría para el apoyo a la implementación de “Sistemas de Alerta Temprana (SAT) Multiamenazas en Uruguay”, en el marco de un trabajo conjunto del Sistema Nacional de Emergencias, el gobierno nacional, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y el Centro Internacional para la Investigación del Fenómeno de El Niño (CIIFEN).

Allí se describen los instrumentos y aportes de diferentes organismos e instituciones y se realizan recomendaciones entre las que se incluyen la creación de campañas de difusión y democratización de la gestión de riesgo ante inundaciones, tanto a nivel de las instituciones como la población y estar preparados para dar respuesta. Esto resulta clave caso de eventos extremos de cualquier tipo, incluidos los destrozos de viviendas por fuertes vientos y las inundaciones por anegamiento de pluviales, que son dos de las afectaciones más comunes.

También se plantea la necesidad de protocolos locales en espacios relevantes de la población incluyendo a las organizaciones sociales e instituciones educativas, el desarrollo de mapas de riesgo locales y la actualización periódica de zonas seguras y rutas de evacuación.

Acordamos con estas recomendaciones en lo que respecta a la necesidad fundamental de involucrar a la población civil en los procesos de respuesta a partir de mapeo de actores locales y su participación en los procesos de actualización de los protocolos de actuación ante emergencias. Es necesario que los potenciales riesgos y amenazas sean conocidos por los vecinos de los diferentes barrios, los docentes y estudiantes y todas las personas en su ámbito laboral.

Resulta fundamental el establecimiento de redes de información eficaces y oportunas para la población, algo que hoy en día se ve facilitado por ejemplo por el uso masivo de la tecnología que podría ser utilizada, por ejemplo, para el envío de alertas a través de aplicaciones de celulares como se hizo durante la pandemia por COVID-19.

Una de las lecciones que nos dejó la pandemia es, justamente, la necesidad de reevaluar cómo se gestiona el riesgo y cómo se diseñan políticas tendientes a ese fin, apuntando a enfoques de prevención, recuperación y reconstrucción efectivos.

Se trata de un aspecto de la realidad en la que los gobiernos de los diferentes países del mundo exhiben una inversión y progresos insuficientes según los reportes de las Naciones Unidas. En particular, en la cumbre de la Plataforma Global para la Reducción del Riesgo de Desastres, realizada en 2022 en Indonesia, el organismo internacional exhortó a todos los gobiernos del mundo a adoptar y mejorar con urgencia los sistemas de alerta temprana y a invertir en la construcción de una mayor resiliencia para disminuir las cada vez más frecuentes calamidades.

En Uruguay necesitamos saber cómo prepararnos frente a la posibilidad de fenómenos meteorológicos extremos –que están siendo cada vez más frecuentes– y qué hacer en casos de emergencia. No podremos avanzar en resiliencia si estamos flojos en algo tan elemental. Por el momento salta a la vista que nos falta acceder y comprender la información e incorporar hábitos y entrenamiento.