Desigualdad y coronavirus en América Latina

América Latina ya era la región más desigual del planeta antes de la llegada del coronavirus. Y lo era antes de las crisis económicas regionales, como 2001-2002 en el Río de la Plata, o la última crisis financiera global de 2007-2008 que marcó recesiones importantes del Producto Bruto Interno. Continuó siendo desigual a pesar de los sucesivos cambios de administraciones y eso no varió a pesar del enfoque progresista instalado en forma simultánea en diversas regiones, ni tampoco cesó cuando el giro se tornó liberal.
La desigualdad siempre se midió por los índices de pobreza que se incrementaban año tras año, a partir de parámetros tan básicos como la gestión pública, el acceso a los servicios y el reparto de la riqueza. La precariedad laboral, el ineficiente control del gasto público, la existencia de latifundios y la escasa inversión pública son algunos de los elementos de una larga lista de factores que incrementan la desigualdad.
La violencia atraviesa, además, al continente que mantiene la tasa más alta de homicidios en el mundo, con 21,5% cada 100.000 habitantes, donde el auge del crimen organizado y la economía ilegal hizo mella en los planes de seguridad de los estados.
La brecha entre ricos y pobres se ensanchó de tal manera que no hay explicación posible a la inacción. El 10% más rico de la región acumula el 71% de la riqueza y el patrimonio. La concentración es tan escandalosa que el 70% más pobre apenas llega al 10% de la riqueza. Una tendencia que se mantiene y aumenta con el paso de los años.
La COVID-19 irrumpe en este escenario desigual y con ausencia de liderazgos, donde se deambula entre la cuarentena más larga del mundo o el discurso que minimiza constantemente las consecuencias de un virus global.
Es en este mismo contexto donde la cantidad de personas que viven en la pobreza extrema habrá aumentado a 150 millones el año que viene. Los nuevos indigentes habitan en países que ya tienen guarismos elevados de pobreza y la recuperación sostenible e inclusiva tardará en llegar. Por la sencilla razón de que si no se redujo la brecha en un contexto menos desfavorable, ahora con la pandemia, las poblaciones –principalmente urbanas– se enfrentarán a una crisis mayor. Una menor resiliencia económica será notoria al finalizar este año y una incógnita en 2021, si no se abre la cancha a nuevas inversiones y a la sustentabilidad económica que ningún gobierno consigue si no pone el ojo sobre el gasto público. Porque el impacto sanitario generará en esta región una recesión sin precedentes que caerá sobre los vulnerables.
Es así que Latinoamérica será la región más afectada del mundo en su economía y estructura sanitaria, con un impacto duradero. Y la recuperación parte del conocimiento de las propias fragilidades que en esta región se han repetido. Es decir, los errores han vuelto a marcarse y los afectados son siempre los mismos.
Además, algunos regímenes de gobierno generaron movimientos migratorios sin precedentes que provocaron verdaderas crisis humanitarias en países vecinos, donde las problemáticas se reparten. La precariedad del empleo que afecta a propios y extraños, como el caso de Uruguay, se extiende a la población económicamente activa. Y en el caso de los migrantes, las condiciones se agravan con el hacinamiento y las perspectivas de trabajos informales, donde el interés está centrado en obtener la documentación necesaria para abordar otros horizontes. Por lo tanto, también se trata de una población cuyo aporte a la economía del país es tan relativa como su permanencia en el territorio.
Las medidas sanitarias en los centros educativos, con menor cantidad de días de asistencia, mostraron un rezago y una deserción que empeoraron un panorama aún más complicado, al menos en Uruguay. De hecho, la visibilidad adquirida por un grupo de padres movilizados por la obligatoriedad, apuró la decisión de las autoridades que anunciaron la vuelta al sistema a partir de mañana martes.
A comienzos de mayo, la desvinculación era calculada en torno a 13.000 niños y correspondía al 4% matriculado al comienzo del año. A esa altura de la pandemia, había perdido todo contacto con sus docentes y las actividades educativas, ni recibían la alimentación escolar. Las cifras actualizadas, según el colectivo Familias Organizadas de la Escuela Pública, estiman en 7.000 desvinculaciones.
La disparidad en la asistencia también va por clase social: el 80% de la asistencia se dio en el quintil 5 o socioeconómico alto, y el 63% en el nivel bajo o quintil 1. A pesar de las nuevas tecnologías, las horas de virtualidad son escasas y hasta nulas en algunos centros educativos. Estas consecuencias prenden en forma negativa a quienes están a punto de abandonar el ciclo primario para continuar en el siguiente nivel y las afectaciones en el aprendizaje golpearán con mayor rudeza en sus rendimientos.
Los centros educativos públicos conforman el entramado social más fuerte del país y su relevancia ha sido histórica. Quitar protagonismo a la ecuación en el resultado global de la economía es no comprender la importancia de la educación, en un escenario ya complejo.
Si Uruguay ya tenía un espacio fiscal reducido, su estrechez se afianza más con la pandemia. El déficit fiscal anterior al coronavirus quedó planchado, al igual que el crecimiento económico. El momento histórico requiere de una acción inmediata porque la COVID-19 reveló la imposibilidad de solucionar debilidades sociales y económicas que vienen por arrastre en la región, donde la “década ganada” nada pudo hacer al respecto.