La energía más cara, un tiro en el pie

Pasan los años y sin embargo nuestro país mantiene el poco edificante galardón de contar con la energía más cara de América Latina y el Caribe, lo que pone de relieve que estamos ante una problemática estructural que lejos de irse revirtiendo, se reafirma con el paso de los años porque hay una encerrona en el tema costos y necesidades de recursos del Estado que resulta en este escenario.

Así, un informe de SEG Ingeniería para el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), da cuenta que el Uruguay es el país donde la compra de energía llega al 13,5 por ciento del gasto en los hogares, por lo que es un 5,1 por ciento superior al promedio y el mayor entre los países de América Latina y el Caribe.

El tema se agrava desde el punto de vista social si se tiene en cuenta que el gasto en energía es mayor porcentualmente en los hogares de menores ingresos, y decrece a medida que éstos aumentan, por lo que en los de menores ingresos el peso de la energía es del 16,7 por ciento y los de mayores ingresos de 10,2.

De forma global, tenemos que el 21 por ciento del consumo final energético lo realiza el sector residencial, lo que lo constituye como uno de los tres grandes demandantes de energía, ya que junto con la industria, que acapara el 38 por ciento, y el transporte, que tiene un 29%, totalizan el 88% del consumo global.

En tren comparativo, el gasto de energía para los hogares en Ecuador representa el 2,9% del gasto total, en Paraguay es del 7,7%, en México del 10,3 y en Uruguay del 13,1%, el máximo de la región, récord que mantiene desde hace ya varios años.

Otros datos referidos al tema revelan que la electricidad es el componente mayoritario en el gasto energético, con una proporción promedio en Latinoamérica del 3,7%, en el marco de un mínimo de 1,7 para los hogares en Ecuador y un máximo del 7,3% para Uruguay.

A su vez, en la discriminación por nivel de ingreso, surge que en los países de América Latina y el Caribe la proporción del gasto energético decrece a medida que aumenta el ingreso de 8,9 por ciento a 7,3%, que en Uruguay es de 16,7 y 10,2 por ciento respectivamente.

Sin dudas, a partir de deficiencias estructurales históricas, no es fácil revertir este panorama porque la producción energética y el desenvolvimiento de las empresas estatales del área de la electricidad en el caso de UTE, y que refinan petróleo, como Ancap, está sujeto a ineficiencias históricas ligadas a los monopolios en manos del Estado, además de una carga impositiva que tiene mucho que ver con las necesidades de recursos de Rentas Generales, por lo que la ecuación tiene componentes directamente vinculados a decisiones políticas y de gestión empresarial, que a su vez tiene a clientes cautivos por la vía de los hechos.

De lo que no hay ninguna duda es que mientras la energía resulte cara en nuestro país, inevitablemente se afectan no solo la economía de los hogares, de la población, de todas las actividades, sino también de la competitividad de nuestros productos en el exterior, tanto bienes como servicios. Por lo tanto se genera una espiral de hechos negativos que realimentan un esquema de costos del que hasta ahora ha resultado imposible zafar por encima de la rotación de gobiernos y la afectación particular de la pandemia en esta coyuntura que nos toca vivir.

Refiriéndose a este tema, el ministro de Industria, Energía y Minería, Ing. Omar Paganini, destacó a El Observador que “en el caso de los combustibles estamos en un proceso de cambios que creo que va a terminar bien”, y aludió a dificultades propias del primer año de gobierno, así como una serie de elementos y condiciones, además de contratos en la electricidad que se vienen arrastrando desde el gobierno anterior, por lo menos.

Expuso el secretario de Estado que existe un plan que “creo vamos a poder cumplir”, en tanto “en el caso eléctrico la situación es un poco más compleja, como lo veníamos diciendo desde antes de las elecciones. UTE tiene cierto nivel de costos asegurado por los contratos de largo plazo con una cierta sobrecontratación, que además es en dólares, y le cuesta. La solución de mediano y largo plazo es aumentar la demanda y también están las exportaciones como gran alternativa”.

Subrayó que “se ha avanzado en esta dirección, pero no se puede hacer milagros. Hay algunos intentos de ajustes en las tarifas que me parecen buenos. La hora del pico se achicó, se deja a las personas que tienen medidor inteligente elegir el horario mejor para el pico o sea que de hecho la tarifa el resto del doble horario está bastante más baja”.

Resumió por otro lado que “siempre dijimos que queríamos una mejora de costos genuina, y eso no es algo que se logra decretando una tarifa. Una mejora de costos genuina se logra trabajando para que los costos sean menores y generando un esquema de incentivos que haga que todos los actores de la cadena impulsen costos menores. En el sistema uruguayo, cuando uno tiene monopolios, normalmente es más difícil”.

Precisamente la rigidez en el desenvolvimiento de las empresas estatales, la ineficiencia propia de la gestión en manos del Estado y la comodidad que implica tener el monopolio, unida a la escasa productividad de la mano de obra estatal, conspira contra el intento de abatir costos para el sector privado, verdadero motor de la economía, y este es un factor que además se conjuga con la demanda de recursos desde el Estado mediante la aplicación de cargas fiscales en el sector energético.

Es decir que desde el punto de vista de abatimiento de costos, el margen de maniobra es acotado, porque el componente estructural es el que pesa decisivamente, y las medidas que puedan adoptarse, salvo la resignación de impuestos desde el Estado, –que implica tratar de obtener recursos fiscales desde otras áreas– y medidas de ajuste en la gestión, tienen un impacto relativo, por lo menos en lo inmediato.

Ergo, la idea debería ser trabajar también en políticas de mediano y largo plazo que apunten a generar respuestas para aliviar el peso del sector energético sobre los costos y en lo posible incorporarlos como políticas de estado con un gran acuerdo político, porque implica aliviar presupuestos y costos, combatir la inflación, mejorar la perspectiva de negocios de exportación, y sobre todo, ser el detonador de un circuito virtuoso en la economía, con un derrame muy positivo en el tramado socioeconómico.