Poder Judicial: el que espera, desespera

Desde la llegada a nuestro país del coronavirus COVID-19 los uruguayos nos hemos acostumbrados a recibir un cúmulo de información que claramente ha mostrado un panorama sombrío de la situación del país en esa materia: a los números de fallecidos, de nuevos infectados y de internados en CTI se suman las personas que se encuentran en seguro de paro por haber visto finalizado o reducido su relación laboral y por ende el sustento para sus familias. Mientras tanto, en forma paralela se desarrollan otros efectos causados por esa enfermedad que han puesto en jaque (cuando no de rodillas) nada más y nada menos que a uno de los poderes del Estado: el Poder Judicial, cuyo funcionamiento en los últimos meses dista mucho de poder ser considerado como normal y efectivo para quienes recurren al mismo.
En efecto, esta tradición nos acompaña desde la época de la gesta por nuestra independencia, ya que las Instrucciones el Año XIII, impartidas a los Representantes del Pueblo Oriental para el desempeño de su encargo en la Asamblea Constituyente fijada en la Ciudad de Buenos Aires el 13 de Abril de 1813, hacen una referencia expresa a la división entre el poder legislativo, ejecutivo y judicial expresando que “estos tres resortes jamás podrán estar unidos entre sí, y serán independientes en sus facultades”. Así de antigua, de arraigada y de trascendente es para los habitantes de este suelo la importancia de la existencia del Poder Judicial y de su adecuado y eficaz funcionamiento.
En un país como Uruguay, donde la atención pública está centrada en los legisladores, los ministros o los directores de los entes autónomos, resulta necesario y oportuno reflexionar sobre el diario accionar del Poder Judicial, el cual muchas veces pasa desapercibido por carecer de la fanfarria o del glamour que rodea a los miembros del Poder Ejecutivo o del Poder Legislativo. Amontonados en oficinas cuyas condiciones edilicias distan mucho de ser las mejores, apremiados por la falta de hojas o de una impresora que funcione adecuadamente, quienes integran o interactúan con ese poder estatal (jueces, actuarios, funcionarios, abogados entre otros) tratan de cumplir con sus obligaciones de la mejor manera posible mientras la pieza más importante de ese mecanismo (el justiciable, aquel que se ha presentado ante la Justicia para hacer valer sus derechos) ve como los días, los meses y los años transcurren sin que se logre el objetivo de protección tan anhelado. Parte de esa patología democrática reposa en el hecho que la ciudadanía en general no ha tomado una real conciencia de la importancia que el Poder Judicial tiene para la vida institucional de un país y para su desarrollo y estabilidad económica, política y social. En efecto, tal como lo ha señalado el académico Eduardo J. Couture, “el juez es el centinela de nuestra libertad. Cuando todo se ha perdido, cuando todos los derechos han caído, cuando todas las libertades han sido holladas, cuando todos los derechos han sido conculcados, siempre queda la libertad mantenida por el juez. Pero el día en que el juez tenga miedo, sea pusilánime, dependa de los gobiernos, de las influencias o de sus pasiones, ningún ciudadano podrá dormir tranquilo, porque ya no queda más derecho en esa pobre patria así perdida” (…) “El juez servil al Poder Ejecutivo no es el que quiere la Constitución; el juez demagogo no es el juez idóneo que aquélla promete; el juez cuyos fallos son desobedecidos por los órganos encargados de cumplirlos es todo lo contrario de un juez…”
En palabras del académico Fernando Cepeda Ulloa “La importancia que para las sociedades en desarrollo y las subdesarrolladas tiene el poder judicial, es innegable. Si el supuesto es el de la mayor inseguridad o desprotección en este tipo de sociedades lo consecuente sería propugnar por un sistema jurídico permeable a intentos reformistas y un poder judicial consciente de esa realidad y dotado de los instrumentos intelectuales, económicos y burocráticos para cumplir a cabalidad su delicadísima función. Buena parte de las posibilidades de preservación del juego político en países no desarrollados está ligada a las probabilidades de perfeccionar el orden jurídico y, luego, a su real vigencia. Legislaciones obsoletas o plagadas de lagunas y contradicciones no contribuyen a preservar el debido respeto a la ley y, más bien, ponen en tela de juicio lo que ella debe tener de legitimidad. Y un poder judicial que se pierde en el leguyelismo, que permanece silencioso ante la evidencia de su propia impotencia para administrar “pronta y cumplida” justicia, está, ni más ni menos, notificándole a los miembros de la sociedad que el sistema de protección es precario si no inexistente”. Una Justicia que llega tarde será siempre una Justicia que no cumple con la finalidad primordial de resolver pacíficamente, de manera efectiva y en el menor tiempo posible las diferencias de las personas físicas o jurídicas que se someten a un proceso ante los tribunales de nuestro país.
Ante este panorama, resulta impostergable que el Poder Judicial y todos quienes desarrollan su actividad en el mismo tomen las medidas necesarias para normalizar efectivamente el funcionamiento de la actividad jurisdiccional aún cuando al parecer las críticas no son bienvenidas en el ex Castillo Piria de la Plaza Cagancha. En efecto, en las últimas semanas el Presidente de la Suprema Corte de Justicia (el máximo órgano del Poder Judicial), Dr. Tabaré Sosa, ha formulado una serie de desafortunadas declaraciones que incluyeron la decisión de Sosa, de cortar el diálogo con el titular del Colegio de Abogados, Dr. Diego Pescadere, luego de que el mismo realizara críticas públicas sobre el accionar de la corporación. La conducta de Sosa no sólo constituye una clara vulneración a una institución , como el Colegio de Abogados del Uruguay, sino también una inusitada violación de la institucionalidad que debe ser especialmente respetada y resguardada por uno de los poderes estatales y muy especialmente por el Poder Judicial. Como era de esperar, los comentarios de Sosa despertaron numerosas críticas en ámbitos judiciales, políticos y académicos tanto nacionales como extranjeros. Resulta contradictorio que, en lugar de abocarse a las funciones asignadas a la Suprema Corte de Justicia, su presidente se haya dedicado a una guerra mediática contra una institución con más de 90 años de actividad gremial profesional y a cuyo presidente amenazó con un juicio por daños. Flaco ejemplo el del Sosa para el resto de los jueces uruguayos.
Mientras tanto, los ciudadanos asisten impotentes y con desesperación a demoras injustificables de procesos que le permitan fijar una pensión alimenticia, reclamar deudas laborales, obtener una sentencia de divorcio o lograr una indemnización por los daños y perjuicios que le han causado. A la satisfacción de estas “víctimas de la Justicia” (que financian con sus impuestos el funcionamiento de una estructura que no los está protegiendo) debe abocarse de una vez por toda la Suprema Corte de Justicia, los jueces y los funcionarios de un Poder Judicial que debe estar a la altura del momento que vive nuestro país.