Un salesiano y doctor en filosofía que mantiene su vocación intacta de servicio y docencia a los jóvenes

El sacerdote salesiano y doctor en Filosofía, Cirilo Marichal Pittamiglio, fue destinado a Paysandú en 2012, luego de una larga trayectoria en la docencia por colegios salesianos. Su vocación comenzó en Costas de Chamizo, donde nació hace 80 años, en el seno de una familia de largo arraigo en el país.
Recuerda que su casa era una chacra, con una casa construida por su padre con adobe y paja. Eran tiempos de caminos malos y las distancias se sentían.
“Mi padre era un hombre serio, muy trabajador, honesto y exigente. Mi madre por el contrario, era muy amable. Pero allí no eran frecuentes los besos, con la excepción de las idas a la casa de la abuela”, relata a Pasividades.
La escuela quedaba cerca. “Era aproximadamente un kilómetro. De modo que llegábamos a los 5 años y ya íbamos a la escuela, que era una construcción precaria. Había hasta cuarto año y cuando nosotros entramos éramos unos 45 alumnos. Algunos venían a pie cruzando campo y otros a caballo que debían atravesar el arroyo”.

Su vocación

“¿Cómo surgió el gran cambio?”, se pregunta. Explica que la propiedad donde se levantaba la escuela era alquilada y allí también funcionaba un centro de catequesis. Allí, a los 10 años tomó su primera comunión.
“Un día la maestra nos pide que hagamos la composición ‘Qué voy a ser yo cuando sea grande’. Entonces, con once años, escribí que quería ser sacerdote. No sé qué cara habrá puesto la maestra y cuando lo dije en casa, algunos se rieron. Pero cuando ella lo leyó, al día siguiente me llamó afuera del salón y me preguntó si de veras quería ser sacerdote. En resumidas cuentas, me regaló un devocionario y un rosario. La recuerdo y lamentablemente después la perdí de vista a María Vicenta Schiavo de Vázquez. Era de Rocha, estaba en Montevideo con su esposo y venía a dar clases todas las semanas”.
Tenía hijos en colegios salesianos, por lo tanto le recomendó que se hiciera de esa congregación. “Cuando vino el cura a recorrer el centro de catequesis, habló conmigo y escribió una carta a mis padres. Lo cierto es que al día siguiente, mi padre tomó el caballo, hizo 10 kilómetros al pueblo para hablar con el cura, que era un misionero italiano, Emiliano Buffoli”.
Según Cirilo, desconoce de qué hablaron sus mayores, pero Buffoli dijo que debía irse enseguida porque estaba perdiendo tiempo, repitiendo años. “Me recomendó que fuera a los Talleres Don Bosco, donde aseguró que nada me faltaría”.

Vida de colegio

Con once años viajó a Montevideo junto a su padre y recuerda que “la despedida fue sin lágrimas”. Pasó los siguientes dos días en los talleres porque su destino era la casa de formación o seminario rumbo a Pando.
“Allí me retrasaron un año, es decir, me pusieron en tercero. Había que estudiar latín, entre otras cosas, y me dieron lo que precisaba para seguir. Allí pasé muchos años. El ambiente era excelente y al finalizar la Primaria se hacía el examen de ingreso a un liceo público habilitado. Además de las materias normales, teníamos que aprender latín y catecismo pero era una vida muy entretenida. Éramos unos 50 o 60 chiquilines y cada uno en su grupo se manejaba con uno o dos adultos responsables”, relató.
Todos los días sonaban las manos a las 6 y había que levantarse. “Teníamos media hora para lavarnos con agua fría y ordenar la cama. Había muy pocos relojes en toda aquella construcción, donde convivíamos con salesianos que se encontraban en distintos niveles de aprendizaje. Teníamos clases y horas de estudios, donde cada uno estudiaba con los materiales que nos proveían allí”.
La vida de estudios se mezclaba con algún deporte. “Era muy entretenido y al final del año se premiaba a quienes más estudiaban, pero semanalmente nos daban una nota de disciplina. La comida era buena, pero había que comer lo que se servía”, aunque recuerda entre risas que tenía problemas con la sopa de sémola.
En toda la enorme construcción había una sola estufa eléctrica y solo se usaba para alguna visita. Sus constantes sabañones en las manos y los pies por el frío, eran llevaderos “porque me sentía querido y respetado”.

Su ordenación

Con algunos años más, al finalizar cuarto año de liceo inició el noviciado, donde se dedicaba a los asuntos religiosos y “teníamos actividades diferentes. Vivíamos apartados del resto en un sector del edificio”. A los 18 años hizo sus primeros votos, que eran por un año y comenzó a usar la sotana. Después del noviciado comenzaban con el preparatorio, o quinto y sexto año liceal. “Pero teníamos que ir a dar los exámenes al IAVA. Había, además, un tercer año de bachillerato y cuando mis superiores me dijeron que debía estudiar Agronomía, tuve que preparar las materias para ir a una escuela agrícola que tenían los salesianos”.
“La Jackson” es muy conocida, incluso jóvenes de Paysandú fueron allí. “Al finalizar ese tercer año, salíamos a los colegios nuestros a hacer prácticas que básicamente era una clase y cuidar a los muchachos”.
Seguidamente logró completar un año de Agronomía en la Universidad de la República, mientras estaba en el colegio Pío de la Unión, donde daba clases de Química.
Al finalizar ese año, debía comenzar a hacer los estudios previos a la ordenación sacerdotal. De esa forma, siguió sus estudios de Teología junto a estudiantes de otras congregaciones y con su generación comenzó a funcionar en Montevideo el Instituto Teológico Uruguayo (ITU), en tanto anteriormente debían ir a Córdoba o a Chile.
Eligió Chamizo para su ordenación porque dicha ceremonia no era común y fue el primer sacerdote de la localidad, a sus 28 años. Apenas ordenado, fue enviado nuevamente a la escuela agrícola, donde daba clases de Aritmética, Zoología y Botánica.
Permaneció un año allí y lo trasladaron a Melo, de ecónomo al colegio salesiano. “No tenía calculadora y las rendiciones de cuentas eran a mano. Por ejemplo, no sabía que los cheques se vencían porque nunca los había manejado. Es que en el seminario no había plata”, asegura.
En este punto hace una pausa, ante la emoción provocada por los recuerdos hacia sus compañeros. “Cuando tuve claro que tenía que irme, lloré. Era un ambiente muy bueno y me costó afectivamente ese desprendimiento”.
A su llegada a Montevideo, “mi superior dijo que el consejo me ofrecía ir a estudiar a Italia. Aseguró que la congregación necesitaba un docente de Filosofía, pero al preguntarme dije que lo más importante para mí era estudiar Pastoral Juvenil. En segundo lugar estudiaría algo técnico y en tercer lugar, estaba la Filosofía”.
Así pasó algún tiempo sin respuestas. Hasta que “unos meses después vuelvo a encontrarme con él y me lo preguntó nuevamente porque la formación de los seminaristas es muy importante”.
A esas alturas y por recomendación de su consejero espiritual, había resuelto cambiar sus prioridades. “La filosofía estaba en segundo lugar y postergaba lo técnico. Es así que me dijo que tenía tres años para ir a estudiar a Italia, pero tenía que volver con un título”.
Durante su periplo romano, “residía en una casa salesiana, con estudiantes que provenían de todas partes del mundo. Fueron tres años de un nivel muy exigente en la Universidad Gregoriana de los Jesuitas”. Según Cirilo, “la Gregoriana es lo mejor que hay para la enseñanza de la Filosofía” y luego de dos años para obtener su licenciatura, permaneció un año más hasta presentar la tesis y lograr su doctorado.
Su diploma, fechado en diciembre de 1979, está redactado en latín y permanece en una pequeña caja tal como vino desde Roma. En sus sucesivos traslados de colegios, reconoce que lo ha dejado olvidado en algún cajón. Según Cirilo “es una vanidad y muy pocas personas lo han visto”. Sin embargo, en tiempos de méritos escasos, es un bien preciado y admirado por su rareza y valía.