Una estadística que no se detiene

Hace años que los uruguayos podemos informarnos sobre los casos de suicidios y su incremento. Y cada 17 de julio, en el marco del Día Nacional establecido en la Ley 18.907, la noticia se repite. En esta oportunidad, con el halo de la pandemia sobre la noticia, se dio a conocer que un joven se autoeliminó cada tres días y eso significa un aumento del 45 por ciento con respecto al 2019. La gran pregunta que deberíamos hacernos todos, y cada uno desde su lugar, es: ¿hasta cuándo?
Pero ese “hasta cuándo” debería ser más inquisidor que de costumbre. Y preguntarnos “hasta cuándo” seguiremos hablando del tema en números, a través de sendas conferencias de prensa que muestran estadísticas comparativas de un asunto de salud pública que ha atravesado a todas las administraciones.
Ya sabemos como comunidad, que Uruguay presenta altas cifras de suicidio. También es conocido por todos aquellos que quieren informarse, que los jóvenes son –principalmente– esa población de riesgo.

No es novedoso el perfil del suicida. Así como tampoco es una novedad que la media mundial de suicidio es de 10 cada 100.000 habitantes, cuando en Uruguay –desde hace algunos años– nos mantenemos exactamente en el doble. En 2020, fue 20,30 y en 2019, 20,55.

Desde hace años que analizamos las realidades complejas de cada ser humano y, en todo este tiempo, pedimos a las familias que permanezcan alertas. Sin avizorar que no todas las familias ni están alertas ni están fortalecidas como para sostener a uno de sus integrantes cuando ya no tiene fuerzas para vivir.
Es evidente que los dispositivos instalados a lo largo de los años no han sido adecuados; de lo contrario, hablaríamos de una mejora en las estadísticas. Y podríamos argumentar las razones del aislamiento en pandemia, así como las crisis económicas y sociales, pero nuestras cifras nos aseguran que, aún en mejores épocas, la realidad del suicidio era tan dura como ahora.

Entonces, ¿qué hacer con tantos datos? ¿Esperar al año próximo, cuando un nuevo 17 de julio nos convoque a hablar de este asunto? ¿O quedarnos con que el análisis no debiera ser circunstancial ni parcial porque estamos ante un problema multicausal?

Sí, claro. Tan multicausal como las cosas que nos pasan en la vida misma. Pero tampoco existen campañas que durante todo el año hablen del tema. Y si ahora estamos aún inmersos en una pandemia, con todos los recursos orientados a salvarnos de esta contingencia sanitaria, bien vale recordar que, en los tiempos anteriores, no era una prioridad en las campañas.

La necesidad de concientizar y educar a la población para que no naturalice o quite interés a conductas relacionadas a la salud mental, fundamentalmente en los más jóvenes, es más necesario hoy que nunca. Porque el suicidio es la primera causa de muerte en las personas de 15 a 24 años y porque con la muerte de un joven, quedan afectadas más de cien personas, según el Área Programática de Adolescencia y Juventud del Ministerio de Salud Pública.
Con las promoción por más de un año del distanciamiento físico y la necesidad de bajar la movilidad para evitar mayores contagios, la “otra pandemia” acechó como siempre lo hizo.

Ahora, necesariamente, el mensaje comunicacional deberá revertirse y enfocarse en el acercamiento, sin dejar de lado la prevención realizada hasta ahora. Y comenzar, más temprano que tarde, verdaderas campañas masivas que hablen del problema sin mitos ni pudores. Porque se suicidan más personas que las que mueren en los siniestros de tránsito.

Las nuevas tecnologías, plataformas y mundo virtual es un escenario para empezar a trabajar. Porque ese ambiente, justamente el más frecuentado por esa población de riesgo, está huérfano de campañas.

No se llegará a una persona que convive con un trastorno mental a través de campañas televisivas porque, probablemente, sea el último aparato que encienda en su casa. Tampoco será fácil que lo hable, porque su cabeza vive a mil. De hecho, en el mundo, hay 300 millones de experiencias similares que señalan las dificultades existentes para dialogar sobre su problema.

Porque existen juicios apresurados que no se hacen esperar, o subestimaciones sin conocer realidades personales o imposiciones de una sociedad moderna que siempre “exigirá” estar bien. Con ese mar de circunstancias, solo nos quedará la observación que va más allá de lo que alguien que está en problemas pueda contar.

Las redes sociales, en manos de comunidades hipercríticas e intolerantes, donde el insulto es un modo de vida, son un ejemplo claro de los tiempos que corremos. Y claramente se nota que en vez de ser la solución, son una parte más del problema. Así, será bastante más difícil la necesaria transformación en agentes de cambio. Porque la empatía es escasa y las agresiones, sin mirar edades ni géneros, se han vuelto una peligrosa costumbre.

Mientras tanto, seguiremos siendo un punto rojo en el mapa de la Organización Mundial de la Salud. Porque las estadísticas que corresponderán al 2021 también serán negativas y avizoran un incremento de los casos. Porque cuando pase la pandemia, si es que esto sucede, habrá que descorrer el velo para ver las heridas y secuelas que tendremos como sociedad. Es probable que veamos soledad, más familias destruidas, desempleo, desesperanza y una mayor cantidad de personas aguardando por una consulta.

Es tiempo de estar atentos y llegar antes, para evitar la causa de muerte violenta más frecuente del mundo.