Definiciones que cuestan, en medio de la pandemia

La pandemia de coronavirus aceleró, en algunos países, el impulso a iniciativas en favor del medio ambiente. Es el caso de Uruguay, que lleva adelante un proyecto para el desarrollo de hidrógeno verde, iniciativa que presentó el ministro de Industria, Omar Paganini, ante inversores ubicados en países europeos.
Con las aperturas sociales y económicas que deja la contingencia sanitaria, se suman las empresas interesadas en la descarbonización y las posibilidades de exportar energías renovables. De hecho, Europa planificó la importación de hidrógeno desde 2025 con miras a reemplazar el petróleo, con el uso de alternativos tanto en la navegación como en el transporte aéreo.
Uruguay comenzará una experiencia con camiones de carga desde el próximo año y contribuirá al aprendizaje a pequeña escala sobre el uso de esta energía.

Mientras tanto, los europeos se preparan para otras propuestas como las “ciclovías corona” en París, o la reducción del uso de vehículos a través de la prioridad para peatones y ciclistas por las calles de Milán.
Es decir, pandemia y combustibles fósiles –ayudados por la volatilidad del mercado– se conjugaron en los últimos dos años para empujar a los países a resolver sobre viejos dilemas.
Sin embargo, el mundo mira a las dos potencias que presionan por volver a los índices de producción anteriores a la pandemia.
De hecho, las dificultades se volvieron tan evidentes que en la última cumbre climática celebrada en Glasgow, la declaración final no delineó una hoja de ruta para la eliminación de los combustibles fósiles, ni una fecha para empezar a bajar las emisiones de gases de efecto invernadero, o un acuerdo vinculante entre los países.
Y todo fue tan evidente que hasta la ONU acabó por reconocer su insatisfacción ante la falta de acuerdo, a pesar de reconocer que el cambio climático es una realidad provocada por los grandes contaminadores con perjuicios globales.

Por otro lado, en Estados Unidos existen empresas con el ánimo puesto en el rescate estatal y sin otros compromisos ambientales. O el caso del gigante chino que va por más, en tanto impulsó a comienzos de este año una mayor cantidad de empresas que trabajan con carbón, en comparación al año anterior a la pandemia.
Y todo esto, sin dejar de mencionar las inversiones de China en economías emergentes para la producción de energía a partir del uso del carbón.
Como sea, los combustibles fósiles son uno de los aspectos contaminantes que no pudo resolver el mundo pre pandemia, junto a los residuos tóxicos y el manejo de los desechos médicos. En cualquier caso, la contingencia sanitaria se presentó como una oportunidad para cambiar los comportamientos. Porque una vacuna no lo resolverá.
Los fenómenos climáticos extremos pesan sobre las comunidades vulnerables y arrasan con otras especies, como una prueba fehaciente de que la ciencia no lo puede todo. Y, con el descenso de la actividad en general que llevó a la destrucción de puestos de trabajo en las naciones en vías de desarrollo, la crisis económica resultará bastante más acuciante que la pandemia sanitaria.

Porque la pandemia profundizó desigualdades ya existentes y dejó en el planeta un incremento de basura plástica proveniente del mundo pudiente que ya no tiene retorno. Las plantas de reciclaje dejaron de funcionar en épocas de aislamiento y los tapabocas –entre otros materiales– continuaron acumulándose en los cursos de agua.
Este mundo híbrido que impulsa energías renovables por un lado y persiste en sus formas de producción con el uso de fósiles por el otro, tiene un dilema que solo se asienta en la voluntad política. Es el mismo lugar donde conviven siete mil millones de personas, de las cuales 845 millones no tienen acceso básico al agua, mientras las autoridades sanitarias globales enfatizan sobre la higiene. O en Latinoamérica y el Caribe, donde una de cada dos personas vive en situación de pobreza y dos de cada cinco pueden consumir agua segura. En medio de este panorama, los países con menores recursos enfrentan limitaciones fiscales con destino a las políticas sanitarias. Por lo tanto, la pandemia vino a agudizar un panorama ya complejo y a desnudar dificultades estructurales que no avanzaron con las transformaciones digitales.

Como corolario, los aumentos de los costos pesan sobre las inflaciones que, en definitiva, pagamos los consumidores finales de todos los productos y servicios. Por eso, no es posible ver la pandemia con un solo ojo.
La COVID-19 y sus circunstancias enseñan que nadie estuvo a salvo. Incluso ha subido el pulso de los debates sobre asuntos que no estaban en la agendas y en todos los aspectos, interpeló los miedos a la muerte, a las enfermedades, a la pérdida de empleos, a convivir con incertidumbres sobre el futuro de la humanidad y a aprender a proyectar en plazos cada vez más cortos de tiempo.
Generó rupturas en prácticas y costumbres sociales, algunos hábitos perdieron sentido y otros transformaron el quehacer diario. La educación y el trabajo a distancia adquirieron nuevas dimensiones y así como hubo quienes comenzaron rutinas de ejercicios en contexto de encierro, otros perdieron el hábito ante el cierre de gimnasios u otros espacios de socialización.
Cualquier país experimentó nuevas prácticas institucionales, gestionó la emergencia sanitaria de acuerdo a su idiosincracia y aún hoy permanece en el tapete, en tanto Europa atraviesa una nueva ola de casos y fallecidos.

Las familias fortalecieron o profundizaron sus divisiones, porque la convivencia entre cuatro paredes no es la misma para todos. Hay quienes niegan la pandemia y la vacuna, en tanto otros creen fervientemente en su cura a través de la inoculación.
Mientras tanto, los países calculan sus costos y sostienen una postura amigable con aquellos que pueden mover las agujas de sus economías. Aún es pronto para decirlo, pero en unos años la humanidad tendrá un panorama real sobre los resultados del trabajo de su entramado social, las razones que esgrime el mercado para abrirse cada vez más y las heridas que deja este contexto.