Bajo una democracia plena, a la salida de la pandemia

Las democracias en América Latina son jóvenes. En 2023 se celebrarán 40 años de la caída de la dictadura argentina y durante la década de 1980 se dio el mismo retorno en otros países del continente.
El proceso había comenzado una década antes en algunas naciones europeas y el autoritarismo –al menos en el mundo occidental– dio paso a otros movimientos civiles.
La pandemia y las medidas adoptadas por varios gobiernos también permitieron la clasificación de los países. El año pasado, la Unidad de Inteligencia de The Economist dio a conocer el peor puntaje global del Índice de Democracia que elabora anualmente. Sus expertos analizaron un “enorme retroceso” en las libertades individuales como nunca antes visto en tiempos de paz. Sin embargo, únicamente tres países salvaron con creces ese examen y clasifican como democracias plenas.
A nivel mundial encabeza Noruega, pero en América Latina lo hace Costa Rica –ocupa el 18º lugar–, seguido por Chile –en el 17º– y Uruguay en el 15º. Al extremo se encuentran Nicaragua, Cuba y Venezuela.

Una contingencia sanitaria de características globales demostró las vulnerabilidades del régimen en cualquier parte del mundo. Y lo hizo tanto en los países avanzados de Europa o América del Norte, así como en esta región que registra democracias menos desarrolladas.
No obstante, a lo largo de las últimas décadas llegaron otros cambios a la vida de las personas que transformaron su forma de relacionarse y su opinión bajo este sistema de gobierno. El desarrollo masivo de las nuevas tecnologías, la accesibilidad de la telefonía celular y el alcance de Internet marcaron otro rumbo en buena parte del planeta. Y claramente en América Latina, donde se imponen las nuevas maneras de informarse e incidir sobre la opinión pública.

Pero el continente no alcanza un grado de desarrollo similar entre países, sino todo lo contrario. Lo muestra como el más desigual del planeta, ante la variedad de intereses políticos, injerencia extranjera o la propia decisión de sus habitantes. En las últimas cuatro décadas, varios mandatarios elegidos en las urnas fueron apartados de sus cargos, los países han atravesado por numerosas crisis económico-financieras y hasta golpes de estado simulados en figuras constitucionales.
Los cambios generacionales delinearon el rumbo de las protestas sociales y las formas de llevar adelante las políticas públicas. Incluso se vio el acceso al poder de dirigentes provenientes de sectores populares, se concentraron las demandas en la denominada “nueva agenda de derechos” y hasta modificaron el lenguaje utilizado en las arengas.
La forma tradicional de dirigir dio paso a otros estilos de participación y en vez de apoyar la mirada en una figura única, la espalda política se amplió a las organizaciones en general. Las representaciones múltiples ganaron la calle y enfocaron la discusión desde el punto de vista de los derechos. En base a esos reclamos, se ha legislado en varios países latinoamericanos, como en Uruguay.

Sin embargo, hay poblaciones que no logran avanzar en el trato equitativo, como las minorías afrodescendientes o los denominados “pueblos originarios”, quienes son incluidos en el lenguaje políticamente correcto que declama obviedades pero al momento de ponerlo en práctica quedan por el camino.
En medio de todo esto, se observa una notoria crisis de liderazgos políticos. Estos fueron sustituidos, paulatinamente, por campañas de alto contenido de desinformación que apelan al miedo como una estrategia para imponerse sobre los rivales. Y esto también ha ocurrido en Uruguay recientemente. wLas acciones de cercanía entre los estados y las poblaciones son ejercidas por organizaciones no gubernamentales que han ocupado lugares estratégicos que fueron abandonando las instituciones. Así también se desdibujó la presencia oficial y dio paso a los medios de comunicación, que brindan un espacio para la opinión, protesta o reclamo.
Y no todo está dicho. Por eso, las decisiones de los parlamentos pueden revocarse a partir de las consultas ciudadanas y “marcarle la cancha” a un gobierno, aunque haya sido elegido democráticamente.

En Uruguay, la confianza en la democracia bajaba desde hacía una década hasta llegar al 69% en 2019. Según la última encuesta del Barómetro de las Américas de Lapop, repuntó al 81% y es posible que las decisiones en torno a la pandemia sean protagonistas de este resultado.
De lo contrario, no es posible explicarse ese puntaje al compararlo con otros países de la región. Así como tampoco el comportamiento general cuando el informe analiza que “curiosamente” tiene a la población “menos tolerante con los golpes militares”, pero “se encuentra en la mitad de la distribución cuando se trata de preferir un líder fuerte, aunque incumpla las reglas para obtener resultados”.

De acuerdo a este documento, el 20% aceptaría un golpe militar cuando hay mucha corrupción. El 12% lo haría ante una emergencia de salud pública y el 11% aceptaría un presidente sin el Poder Legislativo. Pero el 32% opina que es bueno o muy bueno la existencia de un liderazgo fuerte aunque haya incumplimientos. En líneas generales, las naciones latinoamericanas han reportado un empeoramiento en su situación económica y la decadencia regional se compara con el año anterior a la pandemia. Por lo tanto, a pesar del desempeño de los gobiernos y a la solidez o no de sus regímenes, hay una mayoría que lo explica sobre la base de la COVID-19. Pero es importante observar lo que ocurrirá en adelante. Sustancialmente en los próximos dos años, cuando nuevamente se convoque a elecciones bajo un clima que ya huele a campaña en algunos países como Uruguay o Brasil. Allí se potenciarán viejos líderes o se buscarán otros nuevos, mientras la pandemia comienza a salir de la escena política.