Perú, otro ejemplo del populismo que se vuelve contra la población

Tras un intento fallido de golpe de Estado relámpago protagonizado por el ahora expresidente izquierdista Pedro Castillo, Perú intenta retomar una relativa normalidad tras un azaroso proceso que se inició tras la asunción del maestro rural –outsider de la política– que llegó al poder con el respaldo de una coalición de izquierdas pero con escaso caudal político propio, y una plataforma electoral voluntarista diseñada para cautivar apoyo en las urnas, pero por supuesto de muy comprometida posibilidad de llevarla adelante cuando se choca con la compleja realidad de un país.

Docente de primaria y presidente del Comité de Lucha de las bases regionales del Sindicato Único de Trabajadores de la Educación del Perú (Sutep), Castillo alcanzó proyección nacional por ser el principal dirigente en la huelga magisterial de 2017. Fue miembro del comité regional de Cajamarca de Perú Posible, partido por el cual se postuló en 2002 a la alcaldía de Anguía sin conseguir éxito. En 2021, Castillo se presentó como candidato a la presidencia de la República por el partido político Perú Libre y logró el primer lugar en la primera vuelta (18,92 %) y la segunda (50,13 %), superando a la líder de Fuerza Popular, Keiko Fujimori, en una opción que no entusiasmó ni por asomo los electores, que según los observadores políticos dio lugar a que el votante se inclinara por el menos malo.

Es que en esta dicotomía entre la polarización de izquierda y derecha, la precaria institucionalidad peruana y una corrupción que corroe el mundo de la política, el margen de maniobra y la credibilidad de un presidente es sometida a dura prueba desde el principio, y precisamente la escasa formación de Castillo, el rodearse de grupos que siempre van a más en sus reclamos, desbordaron su muy limitada capacidad de mando y de llevar un rumbo más o menos pragmático para encaminar el país hacia una estabilización.
Pero desde que asumió la presidencia, ha sido notoria la incapacidad de Castillo, que se ha manifestado a través de la designación de gabinetes de extrema izquierda y de izquierda moderada bajo la fuerte influencia del líder de su partido, Vladimir Cerrón y de políticos más centristas, aunque también nombró ocasionalmente a miembros de partidos políticos de centro y centro-derecha como ministros de estado.

El punto es que se trata de instrumentos de una orquesta en la que es preciso que el director los haga sonar armoniosamente, y esta no ha sido ni por asomo la virtud del ahora expresidente, que prometió mucho aún sabiendo que iba a poder hacer poco, de acuerdo a la experiencia institucional en Perú, que prefirió ignorar.
Además, lejos de tener cintura política, desde el principio tuvo mala relación con la prensa peruana y protagonizó frecuentes enfrentamientos entre el Poder Ejecutivo y el Congreso por obtener cuotas de poder con discursos que lejos de conciliar, acentuaban las diferencias.

La consecuencia ha sido el creciente aislamiento del mandatario, debilitando sus escasos lazos políticos y generando un período de incertidumbre política que se ha ido acentuando desde 2021, a lo que se agrega una inestabilidad propia de no tener un rumbo determinado y perderse en rencillas internas antes que gobernar, lo que explica que Castillo nombrara cuatro gabinetes ministeriales diferentes en menos de seis meses, algo que no tenía precedentes en la historia política peruana.
Por añadidura, ha sido seriamente criticado por nombrar como funcionarios públicos de alto nivel a personas cuestionadas, polémicas y no idóneas para los cargos, algunos con acusaciones y con antecedentes judiciales. Dichos nombramientos hicieron que se enfrentara a procesos de destitución presidencial en el Congreso, los cuales no lograron alcanzar dos veces los votos necesarios para destituirlo de su cargo.

Encima, como a otros tantos gobiernos, la coyuntura internacional adversa le explotó en la cara.
Tras la segunda votación fallida de juicio político, se llevaron a cabo una serie de protestas en todo el país debido al aumento de los precios del combustible y los precios de los alimentos, a lo que se agregó el agravamiento de la inestabilidad política generada por enfrentamientos con el Poder Legislativo.

Muy lejos del discurso presidencial con que inició su mandato el 28 de julio de 2021 de que “este gobierno ha llegado para gobernar con el pueblo y para construir desde abajo. Es la primera vez que nuestro país será gobernado por un campesino. Yo también soy hijo de este país fundado sobre el sudor de mis antepasados”, haciendo hincapié en lo inédito de que un político ajeno a las élites, en concreto un maestro rural y con un discurso antiestabishment, alcanzara el poder en el país, luciendo su característico sombrero de palma –todo un símbolo–, prometió superar la profunda fractura y polarización que había dejado patente la contienda que lo enfrentó a la derechista Keiko Fujimori.

A inicios de abril, Castillo enfrentó una de las situaciones más difíciles de su mandato: 18 regiones del país –once de ellas en donde había ganado de manera contundente en la segunda vuelta del 6 de junio de 2021– salieron a las calles a manifestarse en contra de su gestión.
En octubre pasado, la fiscalía presentó una denuncia constitucional contra el mandatario, a quien señala por supuestamente liderar “una organización criminal” para enriquecerse con contratos del Estado y obstruir las investigaciones.

En suma, su déficit manifiesto de formación y capacidad, sus compromisos previos incumplibles, le fueron pasando factura y los frecuentes choques con el Congreso, la pérdida de adhesión popular, la insatisfacción de sus socios en el poder y de los sectores que pretendían que desde el gobierno les fuera cumpliendo los compromisos, terminaron encerrando a Castillo, quien con pocas luces y sin convicciones democráticas –como lo demuestra su intento de golpe de estado– se aferró desesperadamente al poder y dictó un decreto el miércoles de disolución del Parlamento –el que a la postre lo removió del cargo, como sí está previsto en la Constitución– para mantenerse en la Presidencia e instaurar “un gobierno de excepción” que, según aseguró, gobernaría a través de decretos ley hasta que un nuevo Parlamento con poderes constituyentes elaborara un nueva Constitución.

El punto es que esta orfandad de apoyo fue manifiesta en estas horas de incertidumbre: no lo respaldaron ni las fuerzas armadas ni sectores populares –más allá de un grupúsculo de radicales de izquierda– y más aún, cuando se supo que el Parlamento lo había removido, miles de personas se trasladaron por su cuenta para detenerlo en caso de que buscara refugiarse en la Embajada de México, con el desenlace de que fue detenido por rebelión, en su carácter de golpista y con seis denuncias de corrupción en investigación. Y en el marco de este proceso, le correspondió a la vicepresidenta, Dina Boluarte, asumir la presidencia del país hasta concluir el período presidencial en julio de 2026. Boluarte afrontará muchos de los problemas que no supo resolver el maestro rural, pero es de esperar que esté en condiciones de superar las dificultades para formar un gobierno capaz y con apoyos suficientes para desarrollar su agenda –la verdad es que no cuenta con respaldo propio en el Congreso–, con el poco alentador antecedente de que Castillo ha sido el quinto presidente peruano desde 2017, lo que habla de la fragilidad institucional del país.