La fragilidad de la democracia

En una de sus frases más recordadas, el ex primer ministro británico Winston Churchill expresa que “la democracia es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás que se han inventado” . La frase, cargada del humor e ironía de este legendario líder político puede ser entendida también como una advertencia sobre los peligros que la democracia enfrenta en todos los países del mundo.
A nivel internacional existen diversos regímenes y mandatarios de otras tantas latitudes y referencias políticas e ideológicas que representan una forma de ver la política marcada por la intolerancia, el extremismo y la descalificación de toda aquella persona que piense diferente al oficialismo local. Personajes como el estadounidense Donald Trump, el brasilero Jair Bolsonaro, el nicaragüense Daniel Ortega, la italiana Giorgia Meloni, el iraní Mahmud Ahmadineyad o el cubano Miguel Díaz-Canel son un ejemplo de esa forma lamentable forma de entender la política. El hecho de que varios de ellos hayan sido electos por mayorías (algunas nada representativas, como en el caso de Cuba) no consigue ocultar sus conductas antidemocráticas.

El periodista español Juan Luis Cebrián ha escrito unas interesantes líneas sobre este fenómeno: “En una reunión reciente con intelectuales y políticos de América Latina escuché al eminente historiador Natalio Botana el análisis más acertado sobre el deterioro democrático de la zona. En la mayoría de los países se han construido y mantenido por lo general democracias electorales, donde reina la regla de las mayorías, pero en realidad no existe en ellas separación de poderes ni se respetan las instituciones. Este no es, empero, un problema exclusivo de la región. Desde la implantación de la democracia representativa en los países fundadores, la necesidad de que existan controles y contrapesos (checks and balances) en el ejercicio de los poderes del Estado, y su división e independencia, es crucial para garantizar un régimen de libertades”.

“Sin separación de poderes no hay democracia, sino la tiranía de la mayoría, que ya denunció Alexis de Tocqueville. A favor de esa tiranía vienen conspirando desde hace años los movimientos populistas, identitarios y nacionalistas, las propias estructuras del poder, y, más recientemente, el hábito de gobernar a base de decretos, con motivo o so pretexto de la urgencia de las necesidades; sea por causa de la pandemia o por la guerra de Ucrania. (…) Sin respeto a las instituciones por parte del Ejecutivo y sin Gobiernos fuertes, la democracia se encuentra seriamente amenazada. No pueden estar al frente del Estado quienes quieren subvertirlo (…) En la democracia representativa el respeto a las reglas es sagrado, y cambiarlas en beneficio propio un auténtico desatino moral. Y un suicidio político colectivo” (…)
“La democracia no es un régimen perfecto, sino un instrumento. No garantiza el buen gobierno ni la felicidad de las personas. Es un método para elegir a quienes nos gobiernan y, sobre todo, para echarlos en caso de que no nos gusten. Y es muy imperfecta, de modo que siempre tiene que estar regenerándose. Los conflictos no desaparecen con la democracia, da herramientas para resolverlos por métodos no violentos y, sobre todo, respetando los derechos de todos, especialmente los de las minorías frente al abuso de poder de las mayorías”.

Para Cebrián, “ha desaparecido el mundo de la razón y de la reflexión para dar paso al mundo de las emociones y de los sentimientos que nos lleva a veces a decisiones inconvenientes para la paz y la convivencia. De todos modos, la democracia liberal, tal y como la conocemos, tiene muy poco tiempo de vida, apenas cien años, porque hasta entonces las mujeres no podían votar en ningún país del mundo. Por lo tanto, debemos ser un poco prudentes a la hora de comprender cómo funciona la democracia liberal y el Estado del Bienestar. La democracia liberal, tal y como ha llegado hasta nuestros días, es en definitiva fruto de la Revolución Industrial. Ahora hay unas circunstancias geopolíticas y poblacionales completamente diferentes. En conjunto, el mundo de hoy vive mejor que el mundo de hace 200 años, pero han aumentado enormemente las diferencias. El capitalismo liberal, la polaridad de los Estados Unidos, etcétera, ha potenciado el aumento de la riqueza financiera, pero ha potenciado también las desigualdades. Y han saltado las reglas, ya no existen. El capitalismo tiene que estar regulado, como ya predijo e insistió Adam Smith. Pero no ha habido regulación para el capitalismo financiero mundial, y además ha aumentado el desorden. Estamos ante un cambio copernicano tan grande o incluso mayor que el cambio que supuso la invención de la imprenta. La revolución tecnológica e Internet no ha hecho más que comenzar, estamos en los albores de esa revolución y todavía no la comprendemos bien”.

Hoy los tiranos cuentan con medios más sutiles para sojuzgar a sus gobernados y transformarlos en súbditos en lugar de ciudadanos. Prácticas tan antiguas pero efectivas como la creación de un enemigo imaginario al cual se le atribuyen todos los males es casi un primer paso ineludible para lograr distraer a hombres y mujeres de los verdaderos problemas que enfrentan sus países y se repiten en caso todos los casos: corrupción, desempleo, inseguridad, falta de oportunidades y migración hacia países que puedan ofrecerles mejores oportunidades, los cuales generalmente son democracias. En efecto, las sociedades en las cuales impera el estado de derecho y las libertades se encuentran vigentes y garantizadas por normas, instituciones y procesos confiables se encuentran en mejores condiciones para progresar en forma sostenida y sustentable. Tal como lo ha expresado el filósofo Karl Popper, “el aumento del conocimiento depende por completo de la existencia del desacuerdo”. Esa diferencia de ideas es la que hace florecer cambios en los más diversos ámbitos de una sociedad y esos intercambios hace que los viejos conocimientos sean cuestionados, rechazados y eventualmente superados, lo que en definitiva se refiere a la posibilidad de avanzar como sociedad.
Los uruguayos no podemos ni debemos dar por descontado la fortaleza de la democracia en general y de nuestra democracia en particular. Muy por el contrario, debemos ocuparnos y preocuparnos de los pequeños gestos cotidianos de los cuales se nutre una vida democrática vigente y vigorosa: en los lugares de trabajo, en los espacios públicos, en nuestros trabajos y en todos aquellos lugares en los cuales nos toque interactuar con otras personas debemos respetar y exigir que nos respeten. La democracia, amenazada por un cóctel explosivo de promesas políticas no cumplidas, corrupción pública de gobernantes, cambio en el mundo del trabajo, redes sociales que fomentan el odio y desempleo, entre otros, necesita una toma de conciencia de todos los ciudadanos para reforzar y expandir sus fronteras sociales, económicas y políticas para el bienestar de todos los ciudadanos.