Hace 50 años, cuando caímos en dictadura

Mucha agua ha pasado bajo los puentes desde aquel ya lejano y aciago 27 de junio de 1973, cuando el entonces presidente constitucional Juan María Bordaberry dispuso la disolución de las cámaras legislativas, y una vez transcurrido el plazo legal para convocar a nuevas elecciones, pasó a ser dictador, con el apoyo de las fuerzas armadas y un grupo de civiles consustanciado con instalar en el Uruguay un régimen autoritario cívico- militar.
El ejemplo de un país con democracia sin aventuras mesiánicas en un subcontinente signado por dictaduras de uno u otro signo terminó aquel día, y la perla de la democracia pasó a ser, lamentablemente, parte del grupo de naciones latinoamericanos con los derechos humanos conculcados, y todo lo que conlleva en cuanto a la pérdida de libertades, la libre emisión del pensamiento y el libre juego de las instituciones.

En sí, y para atenernos a datos históricos que deberían ser incuestionables, el golpe de Estado del 27 de junio marcó el comienzo de la dictadura cívico-militar que se extendió desde ese año hasta 1985, cuando asumió como presidente de la República el Dr. Julio María Sanguinetti, luego de elecciones en noviembre de 1984 que tuvieron igualmente candidatos proscriptos, entre los cuales Wilson Ferreira Aldunate por el Partido Nacional, y el general Líber Seregni, por el Frente Amplio. Estas proscripciones fueron a su vez producto del Pacto del Club Naval, y en el que como en toda negociación, se dejaron prendas del apero por el camino, con los militares todavía detentando el poder y resistencias internas a entregarlo a los representantes de la ciudadanía a través de los respectivos partidos.

Y entre los cuestionamientos sobre la fecha del golpe de Estado, hay quienes aseguran con buen fundamento que el verdadero golpe de Estado tuvo lugar en realidad el 9 de febrero del mismo año, cuando los comandos de las fuerzas armadas intimaron a Bordaberry a que se sometiera a sus condiciones, y la convocatoria popular que formulara el mandatario a la población, solo contara con la participación de unos pocos cientos de personas frente a la Casa de Gobierno.

Cosa que no puede extrañar, teniendo en cuenta el escenario político del Uruguay de entonces, en un sistema electoral en el que no existía balotaje, y por lo tanto llegaba a la Presidencia de la República el partido más votado, sin necesidad del 50 por ciento más uno de los votos. En este caso, con margen mínimo sobre su adversario tradicional, en este caso el Partido Nacional, pero también con un candidato resistido dentro del su propio Partido Colorado.

Pero el 27 de junio es la fecha más conveniente para algunas partes que no salen bien parada si la historia se empezase a contar desde el principio. Es que en ese febrero los militares difundieron los comunicados 4 y 7, caracterizados por un pronunciamiento político ideológico con fuertes elementos “izquierdosos” de la revolución peruanista del general Juan Velasco Alvarado, lo que llevó a que fueron apoyados por la central CNT (hoy Pit-Cnt) y el Partido Comunista, entre otros actores políticos, con la expectativa de que un golpe de Estado en Uruguay podía resultar positivo, porque los militares hacían lugar a reivindicaciones de izquierda, y sería una dictadura “amiga” la que accediera al poder, y así acelerar el proceso revolucionario que pretendían en cuanto a recrear en Uruguay la revolución cubana.

Igualmente, más allá de los acontecimientos que se registraron en nuestro país en aquel entonces, es pertinente y más aún, necesario, traer a colación lo que ocurriera en el período previo a la dictadura que se entronizó “oficialmente” el 27 de junio de 1973, porque desde principios de la década de 1960, en plena democracia, con gobiernos constitucionales, comenzó el accionar armado de grupos terroristas, como es el caso del MLN – Tupamaros, que fueron protagonistas de asaltos en busca de armas, secuestraron personas, pusieron bombas, llevaron a cabo copamientos y atacaron objetivos estratégicos militares –con daños “colaterales” en civiles inocentes– además de gozar del apoyo confeso y/o implícito de dirigentes sindicales y grupos radicales de izquierda, porque la idea base era instaurar en Uruguay un régimen similar al que había impuesto Fidel Castro en Cuba, gran promotora de todas las “revoluciones” que se estaban dando simultáneamente en América Latina, con el sustento de la por entonces Unión Soviética.

A su vez la crisis económica agudizada por terminarse la bonanza de que había gozado Uruguay tras la Segunda Guerra Mundial, se hizo sentir sobre gran parte de la población, que perdió calidad de vida sin a la vez ensayarse respuestas a tono desde el sistema político, que priorizó soluciones parciales y fáciles de enganche electoral, sin encarar las reformas profundas y estructurales que necesitaba el país.
Ergo, hubo caldo de cultivo para que surgieran “salvadores” contra la insanía de la violencia terrorista, porque los grupos armados en realidad terminaron haciéndole el juego a los militares, en el intento de que en el cuanto peor mejor, ellos salieran en ancas de un levantamiento popular a su favor que solo pasaba por su febril imaginación.

Los tupamaros habían resultado derrotados en forma contundente en el enfrentamiento con los militares mucho antes de que se produjera el golpe de Estado, y sin embargo hay quienes todavía hoy, a más de medio siglo de esos hechos aciagos, siguen reivindicando que los tupamaros lucharon contra la dictadura. ¡Vaya paradoja!

Nefasto período de terrorismo de Estado y de “revolucionarios” extremistas de manual traído desde Cuba, en el que el pueblo uruguayo quedó presa de la tenaza ejercida por los extremismos intolerantes, porque en todo momento quedó en claro que no quería ni militares ni tupamaros, sino vivir en paz, en democracia, como lo demostró en el plebiscito del NO de noviembre de 1980, pese a la enorme propaganda oficial. Y a la incertidumbre sobre lo que podía venir después.

Sin dudas, este pronunciamiento inequívoco del pueblo, y la posterior ruptura de la “tablita” del dólar, que agravó la crisis económica, fue fundamental para que la dictadura perdiera el ya muy relativo apoyo popular que pudo haber tenido al principio, cuando llegaron como salvadores ante los desbordes sindicales y de los tupamaros.

No fue fácil esta salida, por cierto, –pese a que el tiempo hace perder perspectiva de la tensión en que se vivía en aquellos tiempos– como así tampoco la recomposición para que rigiera plenamente la democracia. Ha sido un largo proceso de reacomodo institucional y también de la repetición de relatos que nada tienen que ver con la realidad, a partir de grupos interesados en ganar protagonismo como “luchadores” contra la dictadura.
Pero lo fundamental, sin dudas, es que los uruguayos todos, de cada rincón del país, más allá de la situación en que cada uno se encuentre y lugar que ocupe, del protagonismo que le toque o quiera tener, asumamos que la democracia es un bien preciado que hay que cuidar a diario, que muchas veces, como tantas cosas, solo se valora en su real dimensión cuando se pierde.

Y que la diversidad de opiniones, la sana confrontación de ideas, los conflictos de intereses, las diferencias ideológicas, las propuestas, deben siempre procesarse en un marco de tolerancia, de respeto por todas las ideas, porque así evitaremos repetir errores que tanto dolor y sinsabores nos han causado en su momento y que se siguen arrastrando hasta nuestros días. Es decir, preservando y apostando siempre a la democracia como el instrumento –imperfecto sí, pero el mejor– para regir nuestras vidas.