La tendencia a “mascotizarlo” todo y sus riesgos

En el mundo entero hay una tendencia a “mascotizar”. Creer que los animales tienen semejanzas a su tutor, que pueden explotarlas a su gusto y gana o que son el complemento de las partes que le faltan, moldean una forma de vida moderna. En ese marco de creencias, entonces se resuelve traer a casa un carpincho u otra especie protegida. La humanización constante de los animales de compañía y la imposibilidad de reprimir el deseo de vestirlas, nunca permitió detenerse un segundo a pensar que si el can o el felino hubiesen necesitado de una capa sobre sus lomos, se hubiesen extinguido hace miles de años.

La semana pasada en Rocha, una niña de un año y medio fue atacada y mordida por un carpincho hembra que su vecino tenía en la casa. También atacó a su abuela, que intentó quitar el animal del cuerpo de la bebé. La especie protegida estaba acostumbrada a salir en la mañana y la tarde, pero en su historial de convivencia ya tenía el registro de la muerte de un perro.
Claramente la situación no es nueva, pero alcanzó el ataque a la niña para que la familia afectada radicara una denuncia penal. Porque la normativa vigente prohíbe tener a esta especie en cautiverio, salvo algunas excepciones y previa autorización del Ministerio de Ambiente.

El roedor más grande del mundo vive en grupos bajo el control de un macho dominante y son anfibios. Por lo tanto, el agua es su medio de vida. No sólo para la alimentación, sino para la protección ante sus depredadores. De hecho, son territoriales y suelen defenderse cuando se sienten atacados.
En foma paralela, se encuentra el tráfico ilegal de animales silvestres que, además, destruye el ecosistema y lleva sufrimiento a las especies y sus entornos, como reptiles o aves cantoras. Las tortugas, por ejemplo, se sacan de los ríos cuando son crías y transforman sus ecosistemas.
Son distintas especies que se transportan de cualquier manera. Salen al comercio ilegal cubiertos de plástico, colocadas en cajas de cartón, durante días y sin agua ni comida. La condena será una vida en las peceras o en espacios artificiales fuera de sus hábitat naturales, sin derecho a su ambiente natural.

En el antojo por quererlo todo, la mano humana arremete contra otra especie porque cree que la rareza de un reptil o pez, alcanzará para mostrarse. Y así, asistimos a una tendencia en auge. Por eso se busca la “raza” más rara de perros o gatos, sin preguntar su precio. Y desde entonces, se mezclan genéticas y animales de compañía de diseño que –en algunos casos ya comprobados– viven pocos años porque su organismo no resiste tanta “creatividad humana” de laboratorio.
En el caso de Uruguay, se comentan sobre las situaciones extremas, cuando ganan el titular de la prensa. Sin embargo, ocurre con bastante más asiduidad de lo que se cree.
A comienzos de marzo se incautaron 272 animales, aves y lagartos que no fueron sacrificados por decisión del presidente de la República, Luis Lacalle Pou, pero a raíz de la amplia movilización efectuada en los medios de comunicación masiva y redes sociales por las organizaciones sociales y activistas.

De lo contrario, hubiera sido una de las matanzas más grandes sobre la que existiera registros. La actuación quedó al descubierto por la Dirección Nacional de Aduanas hasta una resolución de la Dirección de Servicios Ganaderos de sacrificar las especies para “preservar el estatus sanitario del país”, que por entonces informaba sobre la aparición de casos de gripe aviar en aves silvestres y de traspatio.
Una vez en cuarentena fueron destinadas al Bioparque de la Intendencia de Durazno, pero previamente se habían registrado varias bajas ante el estrés, malas condiciones de transporte y situación sanitaria de las especies.

Es que se ofrecen de casi cualquier manera, se exponen en ferias barriales o a través de las redes sociales. Y si hay oferta es porque hay demanda. No es posible desligar la extinción de algunas especies con la matanza y el comercio indiscriminado. Pasa en el exterior y también en Uruguay.
La tenencia responsable de animales de compañía o de trabajo y el bienestar animal está legislado en este país. Si bien hacen falta recursos, también se necesitan fuertes campañas de prevención que se viralicen y entren por los ojos para llegar a la conciencia de las personas. Por ahora, es una tarea que –prácticamente– llevan adelante en solitario las organizaciones de la sociedad civil con el apoyo del Instituto Nacional de Bienestar Animal (INBA), que tampoco tiene recursos. Por lo tanto, se vale de las denuncias y el aporte de la comunidad que a veces colabora. Pero otras no.

En ocasiones adjudica responsabilidades a esas mismas organizaciones que se nutren de aportes solidarios de colaboradores que trabajan de otra cosa. Porque, al menos en Uruguay, el activismo no paga y suelen quitar tiempo de sus familias y profesiones para dedicarlo a enmendar situaciones que ya debieran estar resueltas.
Por lo tanto, es necesaria la empatía y la conciencia ambiental. Pero todos los días y no solo cada 5 de junio. Los entornos son imprescindibles para la vida de las especies y la educación es el motor que evitará retener a esas especies como mercancía. Las autoridades de las fronteras deben estar alertas porque en el mundo entero este tipo de comercio avanza, se diversifica y tiende redes por los continentes.

Ese mismo comercio reclama por sus pieles y tejidos para la industria cosmética –entre otras–, sin medir otros valores ni costos. Porque el daño es incalculable e irreversible.
Además, las zoonosis crecen a pasos agigantados y no hay que olvidarse el origen de la COVID-19.
Se han distinguido más de 150 enfermedades transmitidas por animales y al menos el 70 por ciento provienen de especies silvestres.
Es que el problema no se arregla con el rifle sanitario. Es una contradicción tan antigua como la existencia de la especie humana.