Cambiar hábitos de los consumidores y malas prácticas en la cadena de producción y abastecimiento de alimentos no será sencillo, pero es lo que en grandes líneas se propone la Estrategia Nacional de Prevención y Reducción de las Pérdidas de Alimentos, diseñada en un proceso participativo entre el sector público, privado y la sociedad civil.
Se aspira a convertirla en los próximos años en una herramienta de planificación para prevenir, reducir y mejorar la gestión de las pérdidas de alimentos en nuestro país a la vez de concientizar sobre la magnitud e importancia de este fenómeno en materia social, ambiental y financiera, contribuyendo así a garantizar la seguridad alimentaria y a reducir las emisiones de gases de efecto invernadero.
Si hay un tema que suscita el consenso de todos es que la comida no se debería tirar, especialmente en un mundo en que millones de personas padecen hambre. En este sentido podría pensarse que algo de lo que deberíamos enorgullecernos como habitantes de este planeta son precisamente aquellas iniciativas que promuevan cuestiones tan básicas como los derechos humanos y la justicia alimentaria.
Son varios los países, fundamentalmente los más desarrollados y en particular los europeos, que han introducido una normativa tendiente a evitar las pérdidas de alimentos y a gestionar mejor los procesos productivos y logísticos vinculados a la alimentación. Solo por citar un par de casos, cabe señalar que en 2016 Francia se transformó en el primer país en prohibir a las grandes superficies a que desechen los alimentos que no venden, obligándolos a donar a diversas entidades benéficas. Italia también facilita a las empresas a que hagan estas donaciones y Australia estableció objetivos de los gobiernos para bajar a la mitad el desperdicio de alimentos en 2030.
No obstante, las pérdidas mundiales son millonarias y solo América Latina pierde cada año 220 millones de toneladas de alimentos en las fases de pos cosecha y procesamiento, según datos del Banco Interamericano de Desarrollo. Si a esto sumamos los desperdicios de los hogares, los servicios de alimentos y el comercio minorista, las estimaciones indican que perdemos y/o desperdiciamos el 30% de la producción total de alimentos. Paradójicamente, América Latina y el Caribe son la región con el mayor aumento respecto a inseguridad alimentaria en el mundo, según la misma fuente.
En nuestro país, la elaboración de esta estrategia fue liderada por el Ministerio de Ambiente de Uruguay entre los años 2022 y 2023 y contó con el apoyo del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) en distintos aspectos.
El estado de situación nacional da cuenta de la existencia de una pérdida o desperdicio del 10% anual del total de alimentos disponibles para el consumo humano, lo que equivale a alrededor de 1 millón de toneladas al año. Considerando la materia prima, esto equivale en términos económicos a una pérdida estimada de 600 millones de dólares anuales.
En el año 2017, por iniciativa de la FAO, se desarrolló el estudio “Estimación de pérdidas y desperdicios de alimentos en Uruguay: alcance y causas”. Se trató de una investigación que aportó una primera fotografía de la realidad uruguaya en materia de pérdidas y desperdicios de alimentos, considerando como base los grupos de productos primarios que representan más del 90% del valor bruto de producción agropecuaria uruguaya.
Como era de esperar, dado que somos un país agro exportador, la mayor parte –un 66%– de las pérdidas y los desperdicios de alimentos se produce en las etapas de producción y pos cosecha, es decir en las etapas iniciales de la cadena de suministro agro alimentaria.
Son múltiples y cualitativamente diversas las situaciones y prácticas que pueden determinar pérdidas y desperdicios de alimentos. En el inicio de la cadena de suministro, los abandonos en el campo debido a normas de calidad o caída brusca de precios, daños causados por equipos o trabajadores, o la programación inadecuada de la cosecha son factores que determinan pérdidas. En la etapa siguiente pueden incluirse la falta de instalaciones adecuadas de almacenamiento o transporte (por ejemplo camiones refrigerados), una gestión deficiente de la temperatura y humedad, el almacenamiento prolongado debido a la falta de transporte, o la mala gestión logística.
En el proceso de elaboración y envasado la capacidad insuficiente de elaboración para la sobreabundancia productiva estacional, envases dañados o falta de gestión adecuada de procesos, también tienen mucha incidencia. Cuando los alimentos se ponen a la venta, la variabilidad de la demanda de productos perecederos o la eliminación de productos de apariencia imperfecta, generan pérdidas y, finalmente, los consumidores también tenemos nuestra cuota de responsabilidad, especialmente en lo que atañe a las compras irracionales o la falta de previsión que luego implica tirar parte de lo que tenemos en la heladera a la basura.
La estrategia nacional tiene un alcance temporal hasta 2032, acompañando de esta manera el desarrollo del Plan Nacional de Gestión de Residuos (PNGR) e incorpora metas a corto, mediano y largo plazo. Considera además una visión a 2050, con el fin de dibujar “el horizonte hacia el cual queremos que el país se encamine”.
Comprende los alimentos para consumo humano, tanto para abastecer el mercado interno como para la exportación, los alimentos (también ingredientes, o insumos) importados y las pérdidas que ocurren previo a la cosecha de vegetales y la captura o sacrificio de animales para consumo.
La meta es reducir sustancialmente las pérdidas y desperdicios de alimentos en nuestro país, esperando que esto repercuta en un aumento de la disponibilidad de alimentos para consumo humano y una disminución significativa de los residuos de alimentos que ingresan a los sitios de disposición final.
A la vez se desarrollarán canales seguros y con trazabilidad, de alcance nacional, para recuperar excedentes de alimentos y donarlos o distribuirlos para consumo humano, contribuyendo así a la reducción de la inseguridad alimentaria.
Se espera también que esto redunde en un aumento de la competitividad de los emprendimientos y en mejores resultados ambientales globales, como la disminución de emisiones de gases de efecto invernadero y un uso más eficiente de los recursos agua y suelo, además de reducir sustancialmente el desperdicio de alimentos a nivel de hogares y servicios de alimentación, como resultado de un cambio de comportamientos y de la implementación de estrategias de prevención y reducción acordes a cada realidad, escala y tipo de organización.
Es un plan ambicioso en el que no será fácil avanzar, pero con la provisión de nuevas reglamentaciones y normativas, así como un paulatino cambio de hábitos y educación de los consumidores, puede ser posible. Un país como el nuestro no puede darse el lujo de tirar a la basura 600 millones de dólares anuales en comida y tampoco parece lógico ni ético seguir haciéndolo.
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