Cortoplacismos y aversión al riesgo, una mala receta

Cuando ya estamos transitando más de la mitad del primer mes de 2024, y mientras el verano tiende a postergar o mejor dicho, a difumar los temas de todos los días junto con la languidez del estío, no va a demorar en golpearnos la realidad –ya desde mediados del mes próximo, por regla general– cuando en los hechos ingresemos de plano en un año electoral, con todo lo que ello significa para los uruguayos.

Es decir, estaremos de lleno en un año en que comienza el calendario de elecciones, que se inicia con las internas de cada partido, luego las nacionales, para continuar el año siguiente con las departamentales, en una sucesión de consultas ciudadanas que generan una profunda distorsión en el sistema político, y que se traslada a la vez a todos los ámbitos, de una u otra forma, y ello repercute quiérase o no en aquellos ciudadanos renuentes o poco inclinados a participar en la confrontación político-ideológica.

Asimismo, una de las distorsiones tiene que ver con que se potencian las discrepancias en la ansiedad de obtener el respaldo ciudadano, llevando agua hacia su molino por parte de los respectivos actores políticos, por regla general con un incremento del gasto estatal para atender problemas específicos que permitan una mejora del humor ciudadano ante el desafío electoral.

Más allá de este período especial, todo intento más o menos bien encaminado para adecuar el gasto estatal a las posibilidades y necesidades del país ha fracasado o tenido un éxito muy parcial, incluyendo a la “madre de todas las reformas” del Estado, que anunció en su momento el expresidente Tabaré Vásquez y a quien no “se la llevaron” dentro del propio Frente Amplio.

Pero hay asimismo otros aspectos en juego que no hacen solo a la reforma del Estado, a los que refiere el economista Ricardo Pascale en reciente entrevista publicada en el suplemento Economía y Mercado, del diario El País, en la que entre otros conceptos aporta que “Uruguay definitivamente no tiene una estrategia de crecimiento de largo plazo. Si me entrevisto con australianos, finlandeses o indios, por ejemplo, sabrán responderme perfectamente hacia donde van sus países. En nuestro caso no sabríamos que decir, más allá de aquellas cosas que nos distinguen y nos enorgullecen como país, de lo institucional, del respeto a las leyes, etcétera”.

Menciona asimismo entre otros obstáculos “el corto plazo y la aversión al riesgo, sin dudas. Y corre tanto para el sector público como para el sector privado”, a la vez de indicar que “cada paso, cada cambio, nos cuesta mucho. Es una cuestión idiosincrática, que ojalá que la podamos ir superando. Porque es un obstáculo muy fuerte, que va de la mano con no pensar en el futuro”.

En realidad, en el Uruguay somos cortoplacistas, y peor aún, con tendencia a la improvisación según vayan surgiendo los temas, sin a la vez meter la mano en los aspectos estructurales que se vienen arrastrando desde épocas inmemoriales, y ello hace que se vaya atendiendo lo urgente y postergando lo importante, por así decirlo.

Es decir, todo el mundo sabe lo que hay que hacer –salvo aquellos que siguen aferrados a la venda ideológica de que el Estado es el que debe proveer todo– pero se recae en seguir inflando el costo del Estado y consecuentemente el costo que representa para la economía real, para empresarios y trabajadores.

Pascale reflexiona que “el futuro no está en la agenda, y de esa forma estamos hipotecando la posibilidad de tener un camino más próspero para nuestra gente. Somos el país de América que tenemos más cosas a favor para poder mirar con optimismo el futuro, gracias a que hay discusiones que ya superamos. Por ejemplo, una cultura macroeconómica que nos diferencia de nuestros vecinos”.

Sin embargo, consideró que “eso no alcanza, ese nivel de crecimiento discreto, con commodities e industrialización baja, nos puede asegurar un presente medio y volátil, dependiendo de la coyuntura, pero no un futuro que nos lleve a converger con las economías que se despegan de la media. Me importa lo que llamo un crecimiento genuino”. Apuntó que “no hay países que se puedan desarrollar sin empresarios innovadores”.

Estos razonamientos también van en línea con los expuestos en una serie de áreas por el economista Carlos Steneri, sobre el impacto positivo de las inversiones de riesgo que lamentablemente faltan a la cita por la cultura del cortoplacismo, y la reticencia a afrontar inversiones de riesgo, al primar todavía en muchos sectores la cultura del Estado omnipresente.

Incluso señaló que desde el punto de vista coyuntural, y cuando estamos en año electoral, “de vuelta el déficit fiscal se ha escapado, no a niveles preocupantes, pero sí a niveles que generan distorsiones y problemas en la economía. Tener un déficit fiscal alto y un gasto muy elevado tiene impactos negativos, pone un lastre muy importante a la actividad productiva, y genera pérdida de competitividad al país, porque implica altos impuestos. Por otro lado produce distorsiones que tienen un efecto que no se ve en el corto plazo, pero en el largo plazo nos vamos acostumbrando a que el gasto público sea parte del funcionamiento y que eso esté bien, pero no es así. Acá hay mucho gasto público innecesario, que de alguna forma está tironeando al sector productivo”.

Esta conjunción de gasto estatal innecesario y reticencia al riesgo, se agrega al costo país por tener que financiar el gasto del Estado, mediante impuestos que luego se traducen en el precio final, y terminamos exportando impuestos como consecuencia de nuestra ineficiencia en el Estado.

Es decir, que estamos ante un escenario que con algunos altibajos se mantiene invariable con el paso de los años, con períodos más acentuados que otros, pero siempre en la misma dirección, y lamentablemente, en año electoral, ya con el “piloto automático” en la conducción del gobierno, para no arriesgar cuando se plantea el desafío de las urnas, solo es de esperar más cortoplacismo y urgencias, que es precisamente la raíz de muchos de nuestros males eternos.