
Dentro de las diferentes formas que existen de relacionarnos con los animales, la forma impuesta culturalmente de manera mayoritaria es la del uso y abuso de ellos, con una clara separación (dicotomía) entre los llamados “animales domésticos o de compañía” y los demás animales (“de producción” y “salvajes”).
Aun centrándonos en nuestra relación con los “animales domésticos o de compañía” también hay diferentes grados de acercamiento, de trato, de vínculo.
Estamos los que, respetando su individualidad y sus características, les reconocemos con todos los derechos y prerrogativas de un integrante de la familia, ya que creemos que la evolución de la familia (concepto cuyo contenido ha cambiado sin dudas a lo largo del tiempo) permite hoy hablar de familias multiespecie. Están aquellos que desarrollan un fuerte vínculo con el animal, lo quieren, respetan y cuidan, pero entienden que los animales y los seres humanos tienen cada uno un lugar asignado en este mundo, separado y no se equiparan. Luego están las personas que sin desarrollar vínculos con un animal, porque no pueden o no quieren hacerlo, serían sin embargo incapaces de lastimarlos o dañarlos adrede, y su sufrimiento les afecta, como el sufrimiento de cualquier ser sintiente.
Ya hemos mencionado antes, que la característica de la sintiencia, compartida entre humanos y animales y científicamente reconocida desde la Declaratoria de Cambridge del año 2012, implica el ser consciente y tiene intereses específicos, la capacidad de tener experiencias (positivas y negativas) y acumularlas y en base a ellas tomar decisiones para garantizar el bienestar y la supervivencia.
¿Qué persona, en su sano juicio, sabiendo que un animal sufre si lo lastima, lo lastimaría?
Pero esas personas existen. Existen personas que abusan y maltratan animales domésticos; que los mantienen en condiciones de vida deplorables; que les niegan asistencia y ayuda; que los usan para amenazar/controlar a sus parejas y/o hijos y también aquellos que desatan sus frustraciones con golpes hacia un ser indefenso (y que luego van a pasar a golpear al resto de la familia casi con total certeza).
Dentro de las conductas reprochables legal y éticamente, una de las peores es la de aquellos que realizan peleas de perros, peleas que se encuentran prohibidas en nuestro país desde el año 1918. Todo en ellas es cruel y dantesco. Crían perros para hacerlos pelear entre sí, muchas veces hasta que uno de ellos muere. El entrenamiento de esos perros se realiza con otros perros (mayoritariamente robados), los perros sparring, que luego de ser sometidos a brutales ataques son abandonados con secuelas físicas y emocionales espantosas. Eso, claro, los que logran sobrevivir. Pero también están aquellas personas que van a realizar apuestas a las peleas, porque eso es lo que da dinero en las peleas. Actividad también ilegal. Todos los involucrados están realizando actividades ilegales, crueles y degradantes, no solo para los perros, sino también para ellos como personas, que deben haber amputado su sensibilidad para poder ser parte de un mundo de dolor y muerte.
Es entendible que los vecinos de estas personas tengan miedo de denunciar estas actividades, nadie querría vivir al lado de un psicópata. Pero necesitamos que la ciudadanía se involucre y denuncie estas actividades que tienen todo lo negativo que se puede tener: abuso; privación de libertad; condiciones de vida deplorables; muerte; peligrosidad hacia el medio; perpetuación de la violencia. Si un perro entrenado así se escapa, con seguridad mate a otro animal, a una persona o la lesione gravemente, porque para eso ha sido entrenado, para matar.
Aporten información en forma anónima a las oenegés de protección animal para que estas sean las representantes de las denuncias y de esa forma perseguir y terminar con una práctica que socava las bases mismas de nuestra sociedad, ataca nuestra ética y nuestra propia humanidad, además de nuestra seguridad y la de los animales. Por ellos. Y por nosotros.
Dra. Verónica Ortiz, diplomada en Derecho de los Animales – UMSA