Cómo Europa cuida el patrimonio

(Por Horacio R. Brum. Friedrichshafen, Alemania).- Friedrichshafen, de 63.000 habitantes, es una ciudad alemana a orillas del Lago Constanza, el cuerpo de agua cercano a los Alpes que comparten Alemania, Suiza y Austria. Allí creó el conde Ferdinand von Zeppelin los dirigibles, esas enormes aeronaves que en las décadas de 1920 y 1930 revolucionaron la industria de los viajes internacionales, al reducir notablemente el tiempo de los cruces del Atlántico, respecto a las navegaciones marítimas. Una de ellas –el Graf Zeppelin–, asombró al Uruguay en su sobrevuelo de Montevideo, de paso para Buenos Aires, en el invierno de 1934; otra realizó vuelos de línea a Rio de Janeiro y Nueva York hasta 1937, cuando explotó al llegar a esta última ciudad. La historia de este gigante del aire (bautizado Hindenburg, por el último presidente de la democracia alemana antes del nazismo), es el centro de las muestras del Zeppelin Museum de Friedrichshafen. La reproducción a tamaño natural de una sección del dirigible, que tenía 245 metros de largo, está complementada por reconstrucciones de los camarotes del pasaje y de los tripulantes, incluidos los baños.

El Vasa es una nave de guerra sueca de 70 metros de eslora (largo), con 64 cañones y una tripulación de 145 hombres. Es el orgullo de su país, pero no navega y se hundió casi cuatro siglos atrás; el proceso de su rescate y conservación, que comenzó en la década de 1960, es un ejemplo de la constancia y el compromiso de toda una nación con el cuidado del patrimonio histórico. Conocedor de los relatos y documentos sobre el naufragio del buque en la bahía de Estocolmo, cuando realizaba su viaje inaugural, un buzo aficionado a la arqueología marítima se propuso buscar sus restos, los que halló en 1956. El Vasa estaba casi entero, conservado por las aguas frías del mar nórdico, por lo cual se resolvió reflotarlo, en un proyecto que unió a la marina nacional, varios museos, las autoridades de protección del patrimonio y algunas empresas privadas. En una verdadera proeza de la tecnología, se fabricaron pontones especiales y en 1961 el Vasa salió a la superficie, con una gran cobertura mediática y las aclamaciones del público. Después de casi tres décadas de trabajos de conservación y restauración, el gobierno sueco llamó a un concurso internacional para construir un edificio especial y hoy el barco está en un museo que combina la modernidad arquitectónica con la historia y la tradición. El techo con láminas de cobre es una referencia a las cúpulas antiguas de Estocolmo, muchas de ellas cubiertas con ese material, y desde él se proyectan tres estructuras con forma de mástiles, cuya altura desde el suelo equivale a la que tenía originalmente la arboladura del Vasa. Sea el visitante aficionado o no a la arqueología marítima, es un espectáculo impresionante entrar al recinto y ver la mole de madera, iluminada con luces de poca intensidad, para evitar daños fotocatalíticos. A su alrededor, numerosas muestras relatan el rescate y la historia del naufragio, y entre los testimonios materiales están los esqueletos de algunas de las víctimas.

El Vasa y el Hindenburg son el centro de museos temáticos, distintos de los grandes complejos culturales como el Louvre o los museos del Vaticano, que generan para sus ciudades un interés turístico internacional más específico y a la vez son el orgullo de las comunidades locales. Por otra parte, miles de ciudades pequeñas y pueblos del continente tienen museos dedicados usualmente a las principales actividades productivas del lugar, y son cuidados con cariño por personal voluntario, con la ayuda de algunos profesionales.

Otra faceta de ese cariño por lo propio es la preservación del paisaje urbano, basada en el respeto por los edificios que integran el centro histórico. A las medidas municipales para ese fin –como las normas de protección de fachadas y limitación de alturas–, se une el interés de los propios vecinos y propietarios de las construcciones. En Trieste, el principal puerto italiano sobre el mar Adriático, este corresponsal compró un artefacto en vías de desaparición: una brocha de afeitar, en la tienda de Vittorio Toso y sucesores, tal cual el nombre que proclama su letrero, sin cambios desde 1906. La tienda de Toso es una “drogheria”, la palabra italiana que en el comercio tradicional define a algo parecido a las antiguas “casas de ramos generales” rioplatenses.

En la plaza San Giovanni, el local comparte la cuadra con el bar Gran Malabar y la carnicería Suppancig, ambos con frentes del mismo estilo y la misma antigüedad. La vidriera, enmarcada en madera y bordeada de paneles de vidrio pintado de verde y dorado, contiene una decoración hecha con esponjas naturales del mar Mediterráneo y una escafandra de buzo en cobre, recuerdos de una actividad de otros tiempos, porque la extracción de esponjas marinas hoy está prohibida por razones ecológicas.

En otros tiempos también se entra al trasponer las puertas de madera y bronce, haciendo crujir el piso de lo que en nuestros edificios antiguos se conoce como roble de Eslavonia; tapizan las paredes unas estanterías altas hasta el cielorraso y los mostradores de maderas nobles tienen tapas de vidrio, para exhibir productos como “un signor pennello”, la brocha (“una señora brocha”) que con orgullo ofreció al cliente que esto escribe el veterano representante de quién sabe qué generación de la familia Toso. La visita trajo recuerdos de los comercios sanduceros que han sido borrados por modernizaciones de dudosa calidad: la tienda de ropa para caballeros El Famoso, donde se dice que compró Gardel; los antiguos bancos, cuyas fachadas fueron modelos de arquitectura; la ferretería de Fabre y Sanguinetti, sepultada por un restaurante o la zapatería Vita, dividida y pintarrajeada, que exhibe sus miserias en la esquina de Dr. De Herrera y Leandro Gómez.

Hay lugar también en las ciudades europeas para la construcción moderna, pero con estrictos criterios de calidad y ubicada en lugares donde no rompe la armonía de lo antiguo. Aún en las ciudades más chicas suele haber un centro histórico, protegido de cualquier especulación inmobiliaria y con muchas calles peatonales; para llegar a él se deben estacionar los autos fuera de su perímetro, donde por lo general hay edificios de estacionamiento pagado. No hay discusión en este continente sobre las “zonas azules” y todos entienden que la comodidad de usar el automóvil conlleva costos para la ciudad que, si no los paga el dueño del vehículo, los deben pagar todos los ciudadanos.

Los centros históricos de las ciudades alemanas arrasadas por las bombas de la Segunda Guerra Mundial, o de la Varsovia dinamitada a propósito por los nazis, fueron reconstruidos piedra sobre piedra no solamente a partir de los planos e imágenes oficiales de todo tipo que alguien se preocupó por salvar. Además, los habitantes colaboraron con sus recuerdos de las calles y los barrios y entregaron a los encargados de la reconstrucción muchas viejas fotografías que ahora son parte del acervo ciudadano, resguardado en los museos. En Fráncfort, donde un núcleo de torres modernísimas da testimonio de que esta ciudad es la capital financiera de la Unión Europea, al barrio reconstruido del viejo ayuntamiento se agregó hace unos años la “nueva vieja ciudad”, una zona de desarrollo inmobiliario que disimula apartamentos de lujo y oficinas detrás de las fachadas que reproducen las de los comercios, tabernas y mansiones de antaño.
La continuidad entre el pasado y el presente es una característica de la preservación del patrimonio en Europa; no se borra ni se aplasta lo viejo con lo nuevo, sino que se los integra en un todo que conforma la identidad de las comunidades. Es la sabiduría de los pueblos antiguos.