Cuando los números nos aterrizan

Lavalleja, San José y Paysandú ocupan el podio de los departamentos que presentan una mayor tasa de denuncias por violencia doméstica cada 100.000 habitantes. El año 2023 cerró con 2.000 denuncias más –43.245 en total–, en comparación al año anterior y también registró un incremento de homicidios de mujeres. A nivel local, fueron 1.781 denuncias y la realidad es similar en todo el territorio nacional.
La violencia puertas adentro, que existió desde siempre, sostiene una tendencia al alza de las denuncias. El año anterior hubo 56 homicidios de mujeres –8 más que en 2022 y 16 más que en 2021– con una mayoría relacionada a episodios de violencia doméstica (39%) y casi la cuarta parte (23%) permanece en investigación.
Los femicidios contabilizados a lo largo del año pasado fueron 23, 5 menos que en 2022 y 4 menos que en 2021, pero hay 13 casos a estudio a fin de resolver su identificación. En cualquier caso es un agravante, de acuerdo con la legislación uruguaya.
Este panorama se enmarca en un aumento generalizado de la violencia, donde hay que incluir a niños y adolescentes. Por lo tanto, no hay respuestas rápidas ni soluciones mágicas para hogares y personas que se han desarrollado en medio de una baja percepción de las situaciones de violencia.
Para todo lo demás, existe el contexto de debate que suele sacar el foco del problema y ubicarlo en uno o varios chivos expiatorios que, al menos hasta ahora, no han servido para brindar una solución integral.
El año pasado se colocó una cifra récord de tobilleras electrónicas para casos en que el 96% de las víctimas son mujeres. Los datos proporcionados por el Ministerio del Interior el jueves pasado, confirman la apreciación social. Pero, en general, las sociedades discuten mucho sobre el punto para después dar vuelta la página rápidamente.
El horizonte no es favorable, en tanto cuesta asumir la realidad como tal. Las gestiones están atravesadas por cifras que no son alentadoras y parece que las políticas públicas focalizadas no han tenido éxito aún. Porque no resulta fácil dejar de naturalizar una situación de violencia, que empeora si la persona violenta es quien provee la vivienda. El temor a la denuncia está sobre la mesa todos los días.
Y en la mayoría de los contextos no es posible siquiera pensar que una mujer y sus hijos puedan optar por salir del lugar, si afuera –además de escasas propuestas de viviendas para esta población específica– existe la intemperie. Y porque no todas las familias contienen, ni la situación económica posibilita el pago de un lugar para vivir. Al menos dignamente.
Entonces, más que “naturalización”, aparece una pregunta que duele: “¿Dónde ir?”. Sobre todo, si el entorno calla o no ve, ni escucha. Por el momento, los datos del Ministerio del Interior reflejan en números a las víctimas que piden ayuda. Pero hay víctimas que se mueven en otros espacios. Llegan a atenderse a un centro de salud por un golpe, van a la escuela, al liceo, a un club deportivo o van trabajar. Porque cuando la Policía recibe el llamado, el hecho está consumado y el sistema, por sí sólo no puede subsanar los casos de abuso o violencia intrafamiliar, cuyas víctimas son mujeres, niños y adolescentes.
No hace tanto que la violencia doméstica era una cuestión de la vida privada. Pero ha logrado salir de allí, a través de las garantías que brinda la ley por la confidencialidad de las denuncias.
La última pandemia que –en algunos aspectos– parece quedar en el olvido, visibilizó la problemática. Alcanzó con correr el velo para ver lo que ocurría en los interiores de las casas. El aislamiento, que no fue obligatorio en Uruguay pero marcó el retorno a los hogares de miles de trabajadores en el seguro de paro, provocó un aumento de la violencia que no ha bajado hasta ahora.
A cuatro años de la declaración de contingencia sanitaria en Uruguay, ocurrida el 13 de marzo de 2020, la realidad interpela en torno a otros factores, que no son económicos ni laborales, sino sociales. El constante deterioro de la convivencia no tiene una solución a corto plazo ni logrará remediarse con discursos de campaña.
Porque acá no se habla de amor. Ni siquiera de odio. Sino de relaciones abusivas de poder, donde una de las partes pretende dirigir los destinos o la vida de las otras.
A pesar de los avances incuestionables y la visibilidad que adquieren durante el año estos hechos de violencia, se suelen empañar con gritería que no deja en claro que la lucha es a largo plazo. Porque cuando el mensaje es confuso y se mezcla con otras “luchas” o “reivindicaciones”, se desdibuja el problema. Y eso viene ocurriendo desde hace años.
Las calles son espacios de promoción de derechos. Sin dudas. Pero cuando atraviesan el nivel de escándalo, se empieza a restar apoyo. Y eso también se nota. De hecho, las últimas movilizaciones fueron noticia por otras conductas y por enésima vez consiguieron quitar al verdadero problema –que es el aumento de la violencia hacia los niños, adolescentes y mujeres– de los titulares de cualquier medio. Incluso de las redes sociales, que son grandes espacios de poder.
Pero la evolución cuesta. Las acciones positivas se logran con legislación y su difusión por diversos medios de comunicación. El efecto gota a gota y día a día, empoderará y llegará a quienes necesitan la ayuda. Todo lo demás han sido maniobras de distracción hasta que los números nos aterricen –nuevamente– en la realidad.