La tendencia que permanece al alza

El gobierno de Luis Lacalle Pou enfrentó las preocupaciones ciudadanas más diversas. Al comienzo de la gestión, la pandemia sanitaria de COVID-19 abarcó los recursos humanos, económicos y estratégicos que debieron ponerse al servicio de una contingencia que afectó al planeta. Pero particularmente al gobierno, a trece días de asumir. La salud se había transformado en el tema principal, en lugar de otros habituales y vinculados al empleo o la seguridad.
Al finalizar la declaración de emergencia, las encuestas señalaban las repercusiones económicas que había dejado la pandemia en casi el 60 por ciento de la población, como ocurrió a mediados de 2022. El desempleo y la recuperación del salario pasaban a ocupar los lugares relevantes en las consultas y emergía nuevamente la seguridad pública.
En medio de una campaña electoral que compara gestiones con mayor o menor cantidad de delitos ocurridos, conviene visibilizar que, en la opinión ciudadana, vuelve a los niveles previos a la pandemia. Según Factum, el 53 por ciento está preocupado por la seguridad, cuando en 2019 era el 47 por ciento. En cuanto al perfil de los votantes, es un asunto que inquieta por igual a adherentes de la coalición, así como de la oposición mayoritaria.
Las diferencias son importantes entre la capital e Interior del país, entre un 29 por ciento y un 16 por ciento respectivamente.
La prioridad retorna con un tema que lideraba las consultas de opinión y el índice de victimización elaborado por distintas consultoras indica que las personas sufren más delitos. Sin embargo, este índice se encuentra dos puntos más arriba de 2019 y cinco más abajo que hace una década.
Hay una distancia entre la subjetividad, las estadísticas y los hechos. Las crisis económicas trajeron nuevas crisis sociales, un deterioro en el mercado de trabajo y la solidez de las economías ilegales. Conforme pasaban los años, aumentaba el delito y, particularmente, la violencia con redes que adquirían poder de financiamiento y empezaba una tendencia al alza de los casos de homicidios.
El espectro político se ponía de acuerdo para aprobar una iniciativa parlamentaria y el 12 de julio de 1995 se promulgaba la Ley 16.707 o Ley de Seguridad Ciudadana que define el inicio de un camino de aumento punitivo a la delincuencia. Después de la crisis de 2002, se aceleró el deterioro social y el mercado de drogas ingresó nuevas sustancias en un escenario vulnerable y se retomaba el incremento de las penas. Luego de asumir el nuevo gobierno –por primera vez el Frente Amplio y por tres períodos– se muestran índices de mejora en la economía, del empleo y de contención social con una nueva institucionalidad. Pero el delito logró expandirse aún más.
Entre las mejoras para confrontar a la delincuencia, puede mencionarse la profesionalización de los efectivos, mayores recursos económicos destinados al Ministerio del Interior, se comienza –y finaliza hasta ponerse en práctica en 2017– el nuevo proceso penal y se definen mayores penas.
La conclusión es que en los sucesivos períodos, los homicidios y delitos vinculados al narcotráfico siguieron con su tendencia alcista, y esta no se detuvo con el cambio de gestión.
En la actualidad, la discusión política está enquistada en los números y sus respectivos comparativos entre administraciones de gobierno. Sin embargo, las causas de ese deterioro son interpretadas de formas muy variadas.
En tiempos de crisis y de aumento de pobreza, el delito se explicaba por el deterioro del tejido social. Y cuando ocurría durante los mejores registros del crecimiento económico con mejoras sociales, se explicaba por la falta de autoridad ejercida desde el Estado. Como sea, siempre se buscó y encontró una explicación política a un problema en crecimiento y que preocupa a una mayoría de la población desde hace décadas.
En Uruguay, cada 200 personas hay un preso. Es el Estado con mayor cantidad de encarcelados per cápita de América del Sur y ocupa el décimo lugar a nivel mundial.
La reincidencia, por su parte, se ubica en torno al 70 por ciento. De acuerdo al Ministerio del Interior, el 85 por ciento de los hombres que salieron de la cárcel con hasta 35 años de edad y que cumplieron penas menores a los 6 meses, volvieron a delinquir en el primer año.
En 2024 hay más de 15.600 presos en las cárceles uruguayas y eso significa un aumento del 32 por ciento en los últimos cuatro años. Con un país inserto en una de las regiones más violentas del mundo, las estadísticas hablan por sí solas.
Estas economías ilegales forman parte de un porcentaje importante del producto bruto interno de los países y Uruguay no está ajeno. Movilizan y, por lo tanto, demandan bienes ilegales. Y consiguen lo que proponen esas nuevas dinámicas a fuerza del fortalecimiento de las redes que ejercen violencia en las áreas de las ciudades donde ya existían vulnerabilidades de todo tipo.
Mientras aumentan las incautaciones de drogas, se confirma la porosidad de las fronteras. Al tiempo que se definen nuevas políticas sociales, la última encuesta del Instituto Nacional de Estadística confirma que el núcleo duro de la pobreza se encuentra estancado desde hace varios años en la infancia, adolescencia y hogares monoparentales.
En forma paralela a la confrontación con el delito, se confirma una segmentación en los territorios porque en las ciudades son –básicamente– las mismas zonas donde disputan y protagonizan enfrentamientos las bandas delictivas. Ese efecto precariza aún más las condiciones de vida de sus habitantes y no bajan los niveles de violencia.

 

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