En los escenarios electorales se plantea una diversidad de temas que suelen quitar la atención de los asuntos que la ciudadanía plantea como prioritarios. El incremento de la violencia en los hechos delictivos y la inseguridad ciudadana se ven reforzadas con el aumento de los abusos a menores dentro del ámbito familiar.
Los casos ocurridos a nivel nacional y local ponen en el radar una problemática de difícil resolución y seguimiento. Las víctimas –muchas veces sometidas a una revictimización– sufren en su entorno cercano que, en vez de abusar y someter, debería proteger y brindar cuidados.
Son hogares que no otorgan las garantías mínimas y, en ocasiones, las propias autoridades resuelven derivaciones con familiares que aportarán un dolor mayor al ya padecido. Si ha mejorado la intervención en los casos y su posterior registro, es por el aumento de las denuncias. Y, en el marco de la multicausalidad que en general ostentan las problemáticas sociales, los hechos de violencia vinculados a la niñez no son ajenos.
El debilitamiento en la contención familiar ha sido desde siempre un factor de riesgo. Sin embargo, se acelera en los últimos años, por una diversidad de factores que termina completando el Estado ante la ausencia de un referente que responda ante las necesidades básicas de un menor a su cargo.
Y eso corresponde a la vulneración más clara de los derechos individuales. De hecho, una de las figuras jurídicas que se ha incrementado es la omisión a los deberes inherentes a la patria potestad.
Estas situaciones, en franco crecimiento, no conocen de clases sociales. Sin embargo, el Estado responde con amparo a niños o adolescentes que residen en hogares donde hay consumo problemático de sustancias, pobreza y marginación.
La semana pasada, enmarcado en el Día de la Lucha contra el Maltrato Infantil, el Sistema Integral de Protección a la Infancia y Adolescencia contra la Violencia (Sipiav) comparó las intervenciones. En 2023 fueron más de 8.000 que se traducen en unas 22 todos los días, con un aumento del 9% con respecto a 2022, cuando se registraron unas 7.400.
Las niñas y adolescentes encabezan las estadísticas, tal como se manifiesta desde hace años. En su mayoría, ocurren entre los 13 y 17 años y por primera vez supera al resto de las franjas etarias. En años anteriores se ubicaba de 6 a 12 años, así como el principal agresor fue la figura masculina. En el 90% de los casos es un familiar directo o integra su grupo de convivencia, dice el informe. Incluso, se registran abusos desde que las víctimas tienen menos de un año de vida.
Son 8 de cada 10 situaciones de violencia sexual en niñas y adolescentes que demuestran la “extrema vulnerabilidad asociada al género”, agrega el documento. Los hechos pueden resumirse en negligencia, violencia física, emocional y abuso sexual y se refieren a lo que capta el sistema. Si el 91% de los casos se reducen al ámbito familiar, seguramente se constituye en un subregistro de difícil detección y abordaje.
De cualquier modo, en los ámbitos educativos, sociales, deportivos o comunitarios donde participen esos niños y adolescentes, deberían existir las herramientas necesarias para una alerta temprana. Así como el barrio, vecinos y amigos que a menudo conocen la realidad de violencia, pero no denuncian.
El país debe sincerarse con estas estadísticas, así como las que refieren a la inseguridad ciudadana. Son temas bajo la discusión política que no se asemejan a otros y no hay definición de recursos para campañas de prevención. La necesidad de desmitificar es el primer escalón para lograr un involucramiento comunitario, y creer en el niño que habla de una situación de abuso será el comienzo del fin de su calvario.
Paysandú aún sigue conmovido con un hecho de violencia ocurrido durante años en una localidad del Interior departamental. En forma paralela, el trabajo coordinado entre instituciones permitirá encauzar una problemática que requiere la atención de recursos humanos capacitados en la recuperación del daño. Pero, a su vez, en la infomación compartida de datos para “mantener una trazabilidad”, acorde a la definición de las autoridades del INAU.
Es claro que son hechos que ocurrieron “toda la vida”, pero las sociedades reconocerán más temprano que tarde que no eran visibilizados. Y conforme cambiaron las circunstancias con la sanción de nueva legislación, estos asuntos que no se ventilaban fuera del hogar hoy pasaron a formar parte de los titulares.
Eso, sumado a otros factores como la pobreza, forman el caldo de cultivo de la vulnerabilidad social. El maltrato infantil debe pasar a ocupar el centro de las agendas políticas durante el año electoral, por algunas cuestiones básicas.
En Uruguay nacen pocos niños, de acuerdo a las estadísticas oficiales, y no es comprensible el incremento del maltrato y violencia en una sociedad marcada por las pautas tradicionales. El deterioro progresivo se acelera con estas acciones y el Estado no puede cubrir todo. Esta población padece las consecuencias de los conflictos de pareja, la inestabilidad familiar y la conducta negligente con afectaciones a su salud.
Y si la violencia se vuelve un hecho natural, entonces marcará sus pautas de relacionamiento entre pares. El informe del Sipiav demuestra que vivir la violencia en las primeras etapas de la vida aumentará las probabilidades de que el maltrato sea una situación habitual en sus vidas.
Las campañas continuas ayudarán a reparar el daño, pero fundamentalmente a modificar pautas de relaciones abusivas que se registran en todas las edades y sexos. La transformación de las formas de relacionamiento y los cambios culturales pueden construir un futuro libre de violencia para esos niños, niñas y adolescentes. Pero debe permanecer, necesariamente, en el centro de las agendas políticas. → Leer más