Lugar común: esta Nochebuena fue diferente. La mayor parte del año ha sido diferente. Para Paysandú, el país y el mundo. En este año de transformación mundial, a partir del ataque de un virus que apareció el 17 de noviembre de 2019 en Wuhan, China, pero se identificó recién al finalizar ese año, hemos aprendido que la mejor forma de sobrevivir es no acercarnos demasiado el uno con el otro. Que en lugar de delincuente, hay un ciudadano responsable detrás de un rostro cubierto. Que la temperatura corporal es el salvoconducto para ingresar a oficinas públicas y grandes superficies.
Pero no hay quien detenga al universo ni el eterno transcurrir del tiempo. Y con COVID-19 las fiestas tradicionales de fin de año igualmente llegaron, con su ilusión de un mañana mejor, su carga de paz y felicidad, el doloroso recuerdo por los que no están, esa famosa silla vacía que está siempre en nuestra mente.
Primero Nochebuena y luego Navidad, esas horas en que lo mejor del mundo y de nuestras vidas cobra más importancia que lo perjudicial y doloroso. Incluso este año, en medio de una guerra mundial en la que las naciones se han unido, pues el enemigo es biológico, invisible pero demasiado peligroso para no tomarlo en serio.
Con el poder de adaptación que caracteriza al ser humano, en cenas íntimas en “burbuja familiar”, con videollamadas para saludar a quienes no podían estar presentes por las medidas sanitarias, se celebró Nochebuena y la llegada de Navidad. Brindando –con solo levantar las copas– por lo que se tiene, no por lo que hace falta; por la ilusión que esta crisis mundial será superada; por los que están y también por quienes nos dejaron.
Navidad es ese momento para el que atesoramos los mejores deseos y muestras de afecto de quienes amamos y nos aman. Y eso ni siquiera puede evitarlo el coronavirus.