La hora de hacerse cargo

El 13 de marzo de 2020 ocurrió el primer caso de COVID-19 en Uruguay. De inmediato cundió el pánico en la población, alertada de lo que estaba sucediendo en el resto del mundo con la pandemia desde diciembre del año anterior.
En ese momento poco se sabía de la enfermedad que mataba al 1,7% de los enfermos y que demostraba una capacidad de contagio inusitada. No había nada que hacer, más que confinarse en sus hogares, usar tapabocas y alcohol para desinfectar manos y superficies que pudiesen estar contaminadas, a la espera de una vacuna que salvara al mundo pero que no se sabía cuándo estaría disponible. Ni siquiera había una vacuna en etapa de prueba.
Ante la emergencia, a pesar de que casi no se registraban casos, el gobierno exhortó a la población a reducir la movilidad y recluirse en sus hogares voluntariamente, algo que fue acatado por la inmensa mayoría de los uruguayos. También obligó a suspender los espectáculos públicos, cerró cines, gimnasios, espacios públicos, restaurantes, etcétera. Y nadie se opuso. Por el contrario, muchos pedían medidas más severas, como las que había tomado Argentina en sintonía con algunos países europeos. No había “negacionistas”, quizás porque el miedo podía más que la necesidad de trabajar o de relacionarse socialmente.
Sin embargo el problema con el COVID-19 no estaba tanto en la tasa de mortalidad –que es muy inferior a otras pandemias que azotaron a la humanidad en otras épocas– sino el potencial colapso de los sistemas sanitarios de cada país. En especial de los Centros de Cuidados Intensivos (CTI), así como la falta de respiradores artificiales, necesarios para asistir a pacientes críticos. Fue así que de inmediato aparecieron inventores de todo tipo, aportando ideas para construir respiradores caseros ante una eventual insuficiencia de equipos.
Desde estas páginas, en cambio, veíamos otra realidad. Alertábamos que un cierre total de la economía traería consecuencias aún más graves que la pandemia, porque el impacto económico sería tal que provocaría el cierre definitivo de miles de empresas, en especial de las PYME, que arrastrarían a decenas de miles de familias a la pobreza o incluso hasta la indigencia, con pocas posibilidades de revertir su situación en el mediano plazo. Y es bien sabido que la desesperanza es el caldo de cultivo para la violencia, el suicidio, la delincuencia y un montón de otros males que no se curan con una vacuna o 15 días de cuarentena.
El gobierno supo leer esta realidad y además de tomar medidas para evitar la catástrofe –que siempre serán insuficientes– optó por un camino intermedio, apelando a las “perillas” de la economía para evitar el colapso total que sería inevitable si se declaraba la cuarentena obligatoria; que además no iba a ser por 14 días sino meses, de acuerdo con la experiencia de otros países.
Y a un año de aquellos acontecimientos podemos asegurar que la decisión fue acertada, por cuanto estuvimos casi 10 meses esperando la “primera ola” de contagios, mientras los casos diarios casi se podían contar con los dedos de las manos.
Pero en febrero de 2021 llegó el tsunami, no por una “Carmela” sino por el movimiento de miles de uruguayos que se abastecían –y aún lo hacen– en las ciudades limítrofes con Brasil, o sobreviven del “bagayo” y que de esa forma introdujeron una cepa mucho más contagiosa y mortífera de la enfermedad, que circulaba en el país norteño.
La curva de contagios diario se disparó y desde el 25 de febrero hasta el 10 de abril no paró de crecer.
Pero la situación del país ya no era la misma que un año atrás, y en esta oportunidad ya muy pocos estaban dispuestos a encerrarse voluntariamente en sus casas esperando que algún día se terminara esta historia de terror. Algunos porque están cansados de la situación, otros porque la economía familiar ya está muy resentida por las medidas sanitarias en vigencia desde 2020, y otros –demasiados– influidos por la ola negacionista que ha copado las redes sociales. Las muertes ahora son números de una fría estadística que a una buena parte de la población le importa poco y nada y, por lo tanto, siempre encuentran la forma de relativizarlos.
Pero el 1º de marzo comenzó en nuestro país la inoculación masiva con la vacuna Sinovac, que no es buena para evitar los contagios pero sí para evitar los casos graves o muertes. El problema de las vacunas –de cualquiera de las que existen— es que para alcanzar la inmunidad de rebaño se necesita un 70% de la población inoculada y con al menos 14 días desde la última aplicación. Actualmente sólo un 30% está en esa situación. Sin embargo, los resultados ya se pueden apreciar: si bien la cantidad de casos diarios siguió creciendo, la ocupación de camas por COVID-19 ha permanecido estable por más de un mes, sin registrarse un colapso de los CTI, que en definitiva es lo que desde un principio se ha querido evitar.
El gran problema que tenemos actualmente no es el COVID sino el hecho que una buena parte de la población niega la pandemia y no está dispuesta a vacunarse. Pero dado que en poco tiempo se habrá logrado inocular a todo aquel que quiso recibir las dosis, es de esperar que el tan temido colapso del sistema de salud no se produzca.
Entonces el país tendrá que tomar una decisión trascendental para la población: hasta cuándo seguir con las medidas restrictivas de la actividad económica y social.
Como recordábamos al inicio de esta nota editorial, el gran problema de esta peste no es la tasa de mortalidad del COVID –que es muy baja e incluso similar a otras enfermedades corrientes–, sino que por su altísima velocidad de propagación contagia a tantas personas en tan poco tiempo que los sistemas de Salud se ven saturados, algo que dejará de ser una amenaza cuando la vacunación alcance un porcentaje más alto de la sociedad.
Dicho esto, corresponde entonces que, una vez inoculada la población que aceptó voluntariamente la vacuna, se libere completamente la actividad comercial, sin restricciones.
Ciertamente la enfermedad seguirá propagándose, incluso a mayor escala que ahora, pero en definitiva para quienes tienen la vacuna eso no será un problema, porque vivirán la enfermedad como cualquier otra de estación, con mayor o menor intensidad. Por supuesto que aquellos que no se vacunaron por decisión propia también serán susceptibles de enfermarse, con el agravante de que entre un 2 y un 4% de los enfermos en esta situación se sabe que morirán por esta causa; pero el Estado no estará omiso por cuanto habrá capacidad suficiente para atender los casos graves en los hospitales y sanatorios, y le ha dado a todos la posibilidad de cuidarse. Y, en definitiva, eso es lo que importa.
La sociedad toda no puede responder por quienes irresponsablemente, por decisión propia, deciden no cuidarse ni vacunarse. Es hora de hacerse cargo de las decisiones personales.