La ruleta rusa en las redes sociales

Hace tan solo unos años el tránsito en Paysandú era caótico; apenas se respetaban las normas más básicas mientras las autoridades no daban pie con bola respecto a cómo atacar la situación.
El principal problema eran las motos, porque con el dólar barato de la época resultaban muy accesibles para prácticamente toda la población. Esto llevó a que hubiese un crecimiento explosivo de birrodados como nunca antes en Paysandú, y la Intendencia no estaba a la altura de las circunstancias. Por un lado, la reglamentación no exigía a los vendedores entregar el vehículo matriculado, y por lo tanto muchos compradores circulaban por meses y hasta años sin chapa de matrícula, solo con los papeles de la compra. Tampoco se retiraban las motos en infracción, porque se consideraba que era el vehículo popular por excelencia y hacerlo podía tener costos políticos, que los intendentes de la época no estaban dispuestos a asumir. Lo que sí hacían era multar las infracciones, siempre y cuando pudiesen detener al motociclista –si la moto no tenía matrícula era imposible identificarla–, y de esa forma lo que se sucedía era que había cientos o miles de motos que acumulaban multas por varias veces su valor de mercado, que nadie pagaba.

Pero también ocurrieron dos fenómenos paralelos mucho más peligrosos para la sociedad: por un lado proliferaron los robos de motocicletas para venderlas como repuestos en el mercado negro y, a su vez, se puso de moda armar motos con pedazos de otras –muchas veces robadas– y prepararlas para picadas y carreras callejeras.
Estas motos “Frankestein” no contaban con los más mínimos elementos de seguridad: ni luces, frenos en una rueda (a lo sumo), suspensiones modificadas artesanalmente, cubiertas en mal estado, escapes libres y por supuesto, “cero papeles”. Cruzar una calle se transformó así en una suerte de “Frogger”, aquel videojuego legendario de la empresa Arcade allá en los ’80 que consistía en hacer llegar al otro lado de la calle a una ranita en medio de una autopista muy transitada. Tampoco era posible mantener una conversación entre dos personas en la vía pública por el ruido de los escapes libres.

Las consecuencias eran accidentes graves todos los días, decenas de fallecidos al año y cientos de personas con graves secuelas por las lesiones sufridas. No había día en que no saliera un siniestro grave en nuestra página policial o incluso alguna muerte por ese motivo.
Algo parecido sucedió con los autos, pero en menor medida porque la mecánica no es tan accesible y no es tan fácil evadirse de un control policial como en una moto.
¿Cuándo comenzó a cambiar la situación? Cuando las autoridades municipales asumieron su responsabilidad y comenzaron a controlar, sancionar y retirar los vehículos en infracciones graves y que no cumplieran con la normativa vigente, sin miramientos.
De esta forma se retiraron de la plaza miles de motos con deudas acumuladas impagables de infractores consuetudinarios, otras hechas de a pedazos, ruidosas y peligrosas, y también algún que otro auto. Y el problema prácticamente desapareció en unos pocos años. De ahí en más todos pasaron a usar casco, circular con las luces en buen funcionamiento, con silenciadores adecuados y respetando las normas.

Pero de un tiempo a esta parte hemos visto resurgir algunas prácticas por demás peligrosas –con el agravante de que se hacen a mayor velocidad– con vehículos más grandes, pesados y potentes con trágicas consecuencias cuando algo no sale bien o –cuando la suerte acompaña– se lamentan daños materiales por algunos miles de dólares.
Se trata de las aceleradas y las filmaciones de hazañas a velocidades que antes sólo se podía imaginar en un Fórmula 1 o algo similar, para compartirlas en las redes sociales.
Por supuesto que no son tantos los que están en este juego demencial, porque no cualquiera cuenta con decenas o cientos de miles de dólares para darse el lujo de mostrarse a 250 kilómetros por hora circulando en las cercanías de la ciudad o incluso en los accesos. Sin embargo, los riesgos tanto para ellos como para terceros que se puedan ver involucrados en un eventual accidente son descabellados.

Es sabido que la capacidad de maniobra de un vehículo es inversamente proporcional a la velocidad a la que se mueve, así como que la distancia de frenado es cuatro veces mayor cuando se duplica la velocidad. Un auto que se mueve a 100 km/h precisa 50 metros para detenerse completamente en caso de emergencia, pero a 200km/h necesita 200 metros, en condiciones óptimas. La relación es similar para una moto, más allá que podría perder el dominio del vehículo durante la frenada y terminar muy mal. Cualquier cosa puede salir mal a esas velocidades, y quienes estén en la trayectoria del bólido pagarán muy caro las consecuencias.

Pero además está el hecho que nadie podría siquiera imaginarse que otro vehículo pueda estar acercándose a más de 50 metros por segundo, por lo cual sin saberlo cualquiera puede llegar a cometer el error garrafal de cruzarse en el camino de un bólido que ni siquiera estaba en su radar cuando comenzó la maniobra. Este tipo de accidente sucede más seguido de lo que sería deseable –más allá de que lo deseable sería que nunca ocurriese– pero lamentablemente en nuestro país nunca se investigan las verdaderas causas de los siniestros y sólo se va a los papeles a ver qué es lo que dice la norma para sancionar. Y en eso la norma es clara: el que cambia de dirección o cruza un camino es el responsable, y si hay fallecidos, puede incluso ser imputado por homicidio ultraintencional.

Más allá de las consecuencias penales, legales o económicas, están las consecuencias emocionales para quienes siguen vivos, que jamás podrán sacarse de encima la culpa por no haber podido evitar lo inevitable.
En este aspecto en Paysandú estamos como hace 10 años o más, desprotegidos ante una minoría que hace de las calles y rutas su pista de carreras o escenario para los desafíos que publicará en sus redes sociales, mientras miles de seguidores se deleitan viendo en su celular cómo su influencer de moda se ríe de la autoridad y juega a la ruleta rusa con la vida de los demás.
Si las autoridades no cambian el chip y actúan con mano dura ante estos estas infracciones, que más que faltas son atentados a la vida, seguirán ocurriendo tragedias que enlutarán a toda la ciudad, porque se cobran vidas jóvenes de nuestra sociedad.

Los hechos ocurren y cualquiera puede verlo; primero, porque en muchos casos quienes están en este juego mortal gustan de mostrarse delante de multitudes haciendo lo que no deben, pero además lo exponen en sus perfiles públicos de las redes sociales justamente para que lo vea la mayor cantidad de gente posible.
En definitiva, las “pruebas” que se necesitan para sancionar duramente o inhabilitar a los pilotos frustrados que juegan con la vida de los demás, están a la vista. Tanto el Intendente como el director de Tránsito, la Policía, los jueces, y los fiscales no pueden hacerse los desentendidos. No actuar a tiempo sería complicidad.