La necesaria gestión de riesgos

La idea de que Uruguay es un país donde no ocurren situaciones de riesgo social, productivo, económico o climático, está bastante alejada de la realidad. En este sentido, el hecho de carecer de volcanes o terremotos no debería engañarnos porque diferentes eventos y situaciones vividas en las últimas décadas muestran claramente que es necesario no solo actuar sino también prevenir en relación a riesgos de muy diversa naturaleza y entidad.
A tal punto esas acciones son necesarias que han dado lugar a la elaboración y aprobación de una Política Nacional de Gestión Integral del riesgo de emergencias y desastres en Uruguay para el período 2019 -2030, que se enfoca en la necesidad de avanzar hacia un desarrollo resiliente basado en una cultura preventiva.
Como señala el texto de la propia política nacional, el imaginario del “Uruguay sin riesgos” se conformó durante la segunda mitad del siglo XIX y primera del XX, es decir durante el proceso de construcción de un Uruguay civilizado y moderno, tanto el entorno como el riesgo resultante de la dinámica natural, fueron invisibilizados. “Esa matriz cultural disciplinada y sin riesgos externos a la sociedad se mantuvo durante el siglo XX y permanece, en parte, hasta nuestros días. No obstante, la consolidación de los procesos de urbanización y desarrollo del país, el aumento del impacto de eventos extremos vinculado en parte a dichos procesos, y el mayor acceso a las tecnologías de información y comunicación, generaron cambios en la percepción del riesgo, por lo que comenzó un proceso de decisiones políticas e institucionales para enfrentar las emergencias y desastres”.
Dicho proceso culminó con la creación del Sistema Nacional de Emergencias (Sinae) en 1995 con el objetivo de planificar, coordinar, ejecutar, conducir, evaluar y entender en la prevención y en las acciones necesarias en todas las situaciones de emergencia, crisis y desastres excepcionales o situaciones similares, que ocurran o sean inminentes. Pensemos que en el pasado, penosos eventos pusieron en primera plana la necesidad de mejorar el manejo de desastres. Entre ellos se recuerda el incendio que afectó el Palacio de la Luz en la madrugada del 13 de agosto de 1993, en el que murieron asfixiadas cinco mujeres, y cuatro pisos del edificio fueron destruidos. Se trató de un hecho que puso en evidencia pública algunas carencias fundamentales, como los problemas de seguridad de las estructuras, la falta de preparación para evacuar y la ausencia de una normativa actualizada.
Fue un desastre que junto a otros anteriores -como el incendio de Santa Teresa, en el que fallecieron tres personas y 2.400 hectáreas de bosque fueron quemadas, o el derrame de 200 toneladas de crudo del buque petrolero San Jorge, el 10 de febrero de 1997, frente a Punta del Este- terminaron de generar una percepción pública sobre desastres y, como señala el Plan Nacional, “la conciencia de que se debían adoptar medidas para su manejo”.
Según la información oficial, “el salto cualitativo en este desarrollo institucional lo determina, en primer lugar, el ciclón extratropical del 23 y 24 de agosto de 2005” cuando “el espejo del país templado y suavemente ondulado devolvió un rostro extremo”. Como se recordará, este fenómeno alcanzó rachas de 174 kilómetros por hora y tuvo un impacto inédito sobre las personas y los bienes, puesto que contabilizó diez muertos, decenas de heridos, cientos de evacuados, cifras cercanas a los 40 millones de dólares de pérdidas materiales, según las estimaciones iniciales, e innumerables problemas de logística.
Eventos más recientes, como el tornado que atravesó la ciudad de Dolores el 15 de abril de 2016, dejando 5 personas fallecidas y destruyendo la tercera parte de las edificaciones, así como las inundaciones que afectan cada tanto severamente el litoral y otras zonas del país, dan cuenta de la necesidad de contar con políticas, protocolos y acuerdos interinstitucionales -que felizmente existen- para reaccionar y, sobre todo, prevenir.
En particular, para quienes vivimos en el litoral del río Uruguay, importa señalar que en el período 2015-2019 hubo un total de 87.557 personas desplazadas de sus viviendas por eventos adversos, de los cuales 85.924 fueron por inundación, según datos del Monitor Integral de Riesgos y Afectaciones (MIRA), herramienta del Sistema Nacional de Emergencias (Sinae) que permite contar con una alerta temprana.
El pico máximo en el número de inundaciones registrado en un mismo año fue en 2015 (5 eventos), seguido por los años 2018 y 2019 en los que hubo tres. La inundación ocurrida entre diciembre de 2015 y enero de 2016 se registra como la segunda inundación histórica del país ya que supuso el desplazamiento de 25.000 personas en cinco departamentos, afectando a Artigas, Salto, Paysandú y Río Negro en el litoral del Río Uruguay –fronterizo con Argentina- y, en el norte, Rivera.
Paralelamente, en los últimos años la construcción institucional antes mencionada en relación a la prevención y gestión de riesgos se ha consolidado y también se han implementado avances como la puesta en marcha en 2015 de la Dirección Nacional de Emergencias que había sido creada por la Ley 18.621 pero no materializada en la práctica hasta entonces.
La creación de una repartición específica para tratar este importante asunto resultó clave para una mejor performance en la gestión de los riesgos y emergencias pero también fue un salto cualitativo en la comprensión a nivel país del papel que implican los riesgos en un contexto de cambio y aumento del impacto de las emergencias y desastres. También en esta época se reforma la ley de creación del SINAE y a partir de la experiencia que significan los Comités Departamentales de Emergencias (órgano colegiado a nivel departamental) se creó e incorporó la Junta Nacional de Emergencias y Reducción de Riesgos como órgano colegiado del más alto nivel.
Se trata de un proceso de fortalecimiento institucional muy importante que ha permitido una mejora sustancial en cómo el país está preparado para enfrentar y actuar frente a muy diferente tipo de desastres, emergencias y riesgos.
En este sentido, no es menor contar con una política pública nacional de gestión integral de riesgos como la que se dispone actualmente, con definición de líneas estratégicas y acciones hasta 2030, así como con un Sistema Nacional de Emergencias nacional y descentralizado, interinstitucional y con una estructura innovadora y única que es ejemplo para América Latina.
Es de esperar que como sociedad sepamos aprovechar las lecciones aprendidas para una mejor percepción social del riesgo y que desde el lugar de ciudadanos, empresarios, academia y el propio Estado podemos contribuir a un país más resiliente y mejor preparado para enfrentar todo aquello que nadie desearía que nos tocara hacer frente pero que puede ocurrir en cualquier momento.