En estado de crispación

El 24 de mayo de 2006, la secretaría de Comunicación de Presidencia de la República entrevistaba a Gerardo Lorbeer, el coordinador de Salud y Alimentación del Ministerio de Desarrollo Social (Mides) del primer gobierno del Frente Amplio, quien anunciaba la instrumentación de la Tarjeta del Mides, como una forma complementaria para acceder a la compra de alimentos nutritivos.
Ante la consulta sobre lo que podían adquirir los usuarios, el jerarca de entonces informaba que era “todo lo que está dentro de los rubros de alimentos, artículos de higiene personal y del hogar y están expresamente prohibidas las transacciones comerciales de tabaco, cigarrillos, bebidas alcohólicas y bebidas refrescantes”.
Posteriormente, el 1º de abril de 2016 –mientras transcurría el tercer gobierno del Frente Amplio– el Mides emitió una aclaración al llamado 515049, que se encuentra en compraestatales.gub.uy, donde establece el Reglamento de Comercios Solidarios para la Tarjeta Uruguay Social.

Allí define la misión y visión del programa, con la caracterización de los respectivos comercios y aclara que “se encuentra prohibida la venta de bebidas alcohólicas, cigarros y tabaco”. Define como una infracción pasible de la aplicación de “sanciones de diversa índole, desde la observación hasta la rescisión del contrato, si el comercio incurre” en la “venta de productos prohibidos”.
Es decir que el gobierno creador del beneficio orientado a las familias con mayores vulnerabilidades, establecía desde el primer momento las limitaciones específicas a los productos de primera necesidad. Fueron los gobiernos del Frente Amplio quienes entendieron –mucho antes que el actual gobierno multicolor– que las compras efectuadas por una prestación estatal y aportada por dinero de los contribuyentes que también son trabajadores, tenía que utilizarse con responsabilidad.

Lo que hizo el actual ministro de Desarrollo Social, Martín Lema, fue confirmar que se volvía a dicho mecanismo. Sin embargo, el estado de crispación continua nubló la vista de anteriores jerarcas y los llevó al paroxismo. Tanto como para asegurar que era un “desprecio de clase” porque “la libertad no es para los pobres”, “una burrada por donde se lo mire”, “no vaya a ser que los pobres tengan pretensiones de tomarse una coca cola en Navidad”, “más clasista y aporofóbico no había”, entre otras definiciones.
En realidad, Lema anunciaba en su cuenta de Twitter, que la secretaría de Estado comenzaba un “proceso de adecuación de la Tarjeta Uruguay Social para que se utilice solamente en comercios que trabajen con rubros como alimentación, higiene personal y limpieza del hogar. Ya se identificaron unos 500 comercios que no encuadran en los nuevos lineamientos”.
Entre los 500 comercios a revisar, “se incluyen cotillón, veterinarias, tiendas de electrodomésticos e informática, ferreterías, repuestos y talleres mecánicos, servicio de televisión para abonados”, que tampoco figuraban en la primera declaración de Lorbeer, en 2006, ni en el llamado de 2016. Es más, este último se refiere a “productos prohibidos”.

Las declaraciones del ministro resultan, a primera vista y lectura, muy similar a las realizadas hace quince años por un exjerarca o hace cinco años, en un documento que aún existe en la web. Entonces, cabe preguntarse, ¿cuál es la diferencia?
Es que la medida fue anunciada en el mes de diciembre y eso mide el grado de sensibilidad con la que se discute casi cualquier tema. El Mides, creado por una ley de urgente consideración durante el primer gobierno de Tabaré Vázquez, pretendía ser pequeño y de continua articulación con otras carteras. Al finalizar la anterior administración, contenía a unos 1.800 funcionarios entre presupuestados y contratados, 300 programas y más de 2.000 tercerizaciones con oenegés o cooperativas, que necesitaba un presupuesto anual de U$S 270 millones. El cuestionamiento era liderado por el entonces diputado Lema, quien criticaba a las contrataciones con las “cooperativas compañeras”.

El Partido Nacional, en la oposición, cuestionaba las asignaciones directas de las asociaciones civiles para la gestión de servicios e impulsó una comisión investigadora que naufragó porque no alcanzaron los votos de la mayoría que lideraba el Frente Amplio.
Incluso algunas decisiones adoptadas en solitario por exjerarcas de la cartera, como el traslado del centro Tiburcio Cachón, recibieron acusaciones desde la propia interna partidaria. O las casi quinientas observaciones del Tribunal de Cuentas de la República en el último quinquenio ante las contrataciones directas, eran rechazadas por la falta de planificación. Mientras tanto, el fuerte argumento oficialista era la necesidad de atender a los vulnerables y el tiempo que corría en contra.
En tanto la discusión seguía enquistada en aspectos políticos, tal como ahora pero con los roles cambiados, el Tribunal de Cuentas observaba varias veces el convenio con el gobierno de Cuba para instalar médicos por 1.000 dólares mensuales y técnicos por 790 dólares, además de otros beneficios, con el fin de capacitar en el diseño y reparación de prótesis.

Lo de “aporofobia” parece el capítulo sustancial de un libro viejo. Lo cierto es que, en medio de este cruce, las anteriores autoridades aseguran un descenso de la pobreza e indigencia. Un aspecto que, también, confirma el Instituto Nacional de Estadística en sus últimas mediciones, que no cambió el criterio de sus mediciones a pesar de los cambios de gobierno.
Más allá de eso, el estado de crispación deja baches para una discusión amplia de los temas vinculados a las poblaciones vulnerables. Esas mismas que no lograron dejar sus lugares en los cinturones de las ciudades.