Un tiempo para hablar de la discapacidad

Uruguay conmemora la Semana de la Discapacidad hasta el 10 de este mes y no es posible atravesar estos días sin tener en cuenta la realidad del 16% de la población de nuestro país, de acuerdo al último censo nacional de población correspondiente al año 2011.
Y si la vida diaria echó un manto sobre algunas realidades, también la pandemia desnudó otras. El desempleo se incrementó a nivel general, pero particularmente fue un freno a la inclusión laboral, con despidos o envíos al seguro de desempleo de personas con discapacidad.

El año pasado, el Banco Mundial interpelaba en plena pandemia la situación de este colectivo. La participación en el mercado laboral se ubicaba en el 59.5% del total de personas con alguna discapacidad y destacaba la inexistencia de datos estadísticos, tan necesarios para el desarrollo de políticas sociales.
Uruguay legisló al respecto. La Ley 19.691 establece la promoción del empleo y exige el contrato del 4% de personas con discapacidad en empresas de 25 o más trabajadores permanentes. Las fiscalizaciones por el cumplimiento de esta iniciativa parlamentaria se vuelven difíciles en tiempos normales y mucho más en tiempos de contingencia sanitaria.

Este año, el organismo internacional elaboró un nuevo documento e insiste en la invisibilidad. El informe denominado “Inclusión de las personas con discapacidad en América Latina y el Caribe: Un camino hacia el desarrollo sostenible”, expone cifras que califica de “abrumadoras”. Allí asegura que las personas con discapacidad no figuran siquiera en los libros de texto y, si la polémica permanece abierta sobre los magros resultados educativos de la población en general, asegura que con discapacidad existen un 43% menos de chances de completar la educación Primaria.
Las brechas estructurales en materia de acceso a la educación son muy duras para esta población, pero reconoce que Uruguay, al igual que Costa Rica, caminan hacia una disminución del impacto entre quienes no asisten a la escuela.

Se estima que hay 85 millones de personas o 14,7% de la población regional en América Latina y el Caribe con alguna discapacidad. En su mayoría, residen en hogares pobres o “vulnerables a caer en la pobreza, tienen mayor probabilidad de vivir en barrios informales, tienen menos años de educación y tienden a estar fuera del mercado laboral”. La América Latina tan desigual muestra aquí –también– su cara oculta porque en uno de cada cinco hogares en pobreza extrema hay una persona con discapacidad.

Sin embargo, este panorama es la antesala de un futuro no tan incierto y muy cercano. El continente está propenso a incrementar su población de personas mayores y Uruguay puede ser un caso emblemático.
Si no se incluye a la vejez y la discapacidad en el centro de las discusiones, los gobiernos ponen en riesgo la sustentabilidad de la recuperación de la pandemia. Cada país tiene sus especificidades, pero en la globalidad este asunto ya es visible en las cifras, con presiones sobre la seguridad social y su impacto en el Producto Bruto Interno (PBI).
Mientras en tiempos de pandemia la información subrayaba la necesidad de cuidados a una población con enfermedades crónicas o a los adultos mayores, las situaciones de discapacidad no eran mencionadas en forma particular. Un estudio efectuado por la Facultad de Psicología de la Universidad de la República, que investigó al respecto, concluyó que esta población desconocía la existencia de algunos dispositivos específicos de asistencia.

En el ámbito educativo ocurrió algo similar. Con la instrumentación de cambios obligados por la pandemia no se mencionaban alternativas de accesibilidad para estas personas u otros recursos para quienes mantienen dificultades de comunicación oral o escrita.
En un mundo globalizado, las tecnologías de la información han registrado un desarrollo exponencial con una demanda significativa de puestos de trabajo en el sector tecnológico. Según la última investigación de la Cámara Uruguaya de Tecnologías de la Información y la consultora Advice, la brecha este año rondaría las 4.000 personas. Pero en la oferta de cursos de este tipo no existen aquellos que apunten directamente a la población con alguna discapacidad. Y la accesibilidad a los dispositivos, conexión a Internet o espacios para una formación desde la virtualidad no cubre sus necesidades, al tiempo que la vivienda se transforma en un escollo difícil de resolver con una mayor hacinamiento que en el resto de la población.

También es posible que el énfasis comience por la formación tecnológica, en tanto representa una oportunidad sostenible en el tiempo para cambiar la realidad del empleo.
En este escenario, el accionar colectivo y las organizaciones de la sociedad civil despliegan una labor de contención y asistencia técnica. A menudo deben hacerlo con recursos obtenidos de la comunidad, a cargo de voluntarios y en diálogo permanente con las autoridades departamentales.

En forma paralela, los diversos criterios existentes en los organismos para medir o definir una discapacidad atentan contra los derechos de las personas. Ya en 2016 el Comité sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad de las Naciones Unidas recomendaba la necesidad de establecer “un sistema de certificación única de la discapacidad”. La utilización de diferentes baremos hace que las personas con discapacidad se encuentren ante una coyuntura difícil cada vez que tramitan beneficios ante organizaciones nacionales o locales.
El citado comité lo ejemplificaba hace cinco años: “El Banco de Previsión Social, que otorga la pensión por invalidez, solicita determinada información de las personas con discapacidad. La Comisión Nacional Honoraria de la Discapacidad, por la ley 17.736 lleva un Registro Nacional Laboral para el ingreso a la administración pública de las personas con discapacidad. Y para que la Intendencia de Montevideo otorgue el pase libre de transporte urbano, la persona debe realizarse revisión médica en dicho organismo para ser beneficiaria”.

Si esta realidad cambiara, tal como lo anunciarán en los próximos días las autoridades ministeriales, con la instrumentación de un baremo único, entonces empezaremos a entender que las soluciones convencionales no resultan iguales para todos. Y que la resolución de esta controversia va bastante más allá de la inclusión en el lenguaje.