La América Latina de los grandes recursos naturales desaprovechados

Con un nueva oleada de COVID-19 en su versión Ómicron, que está causando estragos a nivel global en número de casos –aunque no así en letalidad– esta recirculación pandémica encuentra a América Latina todavía sin poder salir del terrible shock socioeconómico que significara la irrupción del virus en el subcontinente, porque además del aspecto sanitario se proyecta sobre el área económica y social en una región que tiene enormes problemas estructurales que se agravan en determinados escenarios coyunturales adversos.

Uno de los problemas es sin dudas la primarización de su producción, de los bienes que vende al mundo, basados generalmente en sus riquezas naturales finitas, que al fin de cuentas se venden como materia prima para que se les de procesamiento por mano de obra y tecnología en el exterior, con un agregado de valor que hace la diferencia a la hora del reingreso de estos bienes terminados en la cadena comercial.

A la vez, tomado como un todo, pero con diferencias entre países y regiones, el subdesarrollo es multiplicador de carencias y de agravamiento de los problemas estructurales, que han sido disimulados en períodos en que se ha dado alta cotización en los precios internacionales de los commodities, con el agravante de que cuando se han dado ingresos excepcionales por esta vía, como regla general, en lugar de volcar recursos para revertir tales problemas, se ha incurrido en gastos con una visión populista que solo es caldo de cultivo para que las siguientes crisis resulten más graves en sus consecuencias, y así sucesivamente.

Un análisis del Financial Times, periódico de origen británico con especial énfasis en noticias internacionales de negocios y economía, recogido por El Observador, indica que los problemas de América Latina se han acentuado desde la crisis de la deuda a partir de 1980, lejos del escenario en el que el impactante crecimiento de Brasil y México auguraba un cambio en los modelos a seguir en la región, con efecto dominó que nunca se dio y que en cambio se fue diluyendo, hasta el impacto que significó el efecto de la deuda. Precisamente por la incapacidad de crecer del subcontinente por su baja productividad, problemas de infraestructura, corrupción e inestabilidad política. Pero, a la vez, por la acción de gobiernos de izquierda y de derecha que no han estado a la altura de las circunstancias.

La izquierda no invirtió riqueza proveniente del auge de las materias primas en la construcción de infraestructura competitiva y/o brindar mejor educación y salud de calidad, mientras que a la derecha se le reprocha hacer muy poco para combatir la desigualdad arraigada, promover una competencia efectiva o desarrollar un sistema de impuestos más justos, con todos los matices posibles entre estos dos extremos y el encasillamiento simplificado respecto al signo ideológico que este enfoque global implica.

Y el coronavirus en todas sus variedades y sus oleadas no ha hecho otra cosa que exponer en toda su magnitud estos déficits, porque sin dudas la problemática social y económica involucrada es consecuencia de las medidas para controlar la crisis sanitaria, y para ello se necesita espalda financiera, de forma de poder mitigar las consecuencias cuando se reducen las actividades laborales en todos los frentes y mucho más en los sectores más afectados, como el turismo. Porque es dinero que deja de circular, a la vez de demandarse más recursos al Estado para atender subsidios y todo el escenario involucrado.

Al respecto el Financial Times evalúa que “el coronavirus expuso cruelmente las limitaciones de América Latina: el impacto sanitario y económico combinado de la pandemia fue el peor del mundo. Ahora el cambio está en el aire. En una serie de elecciones importantes, los votantes de la región se volvieron contra los titulares y y eligieron a los radicales recién llegados”.

Considera asimismo que “afortunadamente los abundantes recursos naturales de América Latina significan que abundan las oportunidades. La región es rica en dos metales clave para la electrificación, que son el cobre y el litio. Hogar de algunas de las áreas más soleadas y ventosas del mundo, podría generar gigavatios de electricidad para producir y exportar hidrógeno verde”.

Asimismo, considera que “la región se encuentra en medio de un auge tecnológico tan grande que atrajo más capital privado en la primera mitad del año pasado que el sudeste asiático. El banco digital independiente más grande del mundo, Nubank, es brasileño. El país pequeño de Uruguay es un exportador líder de software”.

A la vez “el esfuerzo por parte de Estados Unidos para acercar la producción a sus costas podría dar un impulso a la fabricación en México y América Central. Brasil ha fomentado el desarrollo de una agricultura de alta tecnología competitiva a nivel mundial”, consigna.

Este análisis –parcialmente cierto por cuanto hay países que no encajan enteramente en esta percepción y presentan elementos propios que no responden a la generalidad– es coronado sin embargo con una reflexión que no solo compartimos plenamente, sino que ha sido expuesta repetidamente desde esta página editorial: “para aprovechar al máximo estas oportunidades, América Latina necesita adoptar soluciones pragmáticas que dejen atrás el debate ideológico. Esto debería comenzar con el axioma de que la riqueza primero debe crearse para ser compartida. Los ingredientes esenciales son un sector privado floreciente, un Estado en pleno funcionamiento, servicios público de calidad, el estado de derecho y la inversión extranjera”.

Esta fórmula simple en su esencia, sin embargo es cuestionada desde el espectro ideológico de izquierda, y los gobiernos que responden a este signo, como común denominador, se han afiliado a visiones populistas que se han caracterizado por utilizar recursos –más que los disponen por la creación de riqueza– para vivir el momento, pensando en la siguiente elección, y por lo tanto han desaprovechado oportunidades para instrumentar políticas sustentables, que realmente aseguren una mejor calidad de vida de la población, situándose en la realidad y no viviendo utopías.

La consecuencia inevitable ha sido pan para hoy y hambre para mañana, porque se ha pretendido repartir (mal) lo que no se tenía, y ello se paga solo con endeudamiento, más crisis social y descontento, pobreza y deterioro de calidad de vida, hipotecando el futuro de las siguientes generaciones.
Y evitar caer en estos entuertos no solo es cuestión de pragmatismo, sino de un mínimo de sentido común, el que lamentablemente no se lleva bien con los fanatismos ideológicos, que hacen pagar las consecuencias a la mayoría de la población más vulnerable.