La eterna desigualdad latinoamericana

El último informe de la Cepal presentado en Santiago de Chile señala que las tasas de pobreza en América Latina se mantienen por encima de los niveles prepandemia.
Es interesante que el informe reclama abordar “la crisis silenciosa de la educación para evitar el riesgo de una generación perdida”. Mientras los países latinoamericanos trataban de abordar, mediante planes sociales, los desajustes de una economía que ya estaba frágil, sobrevino una pandemia que no dejó mayores márgenes para acciones.

Porque la contingencia sanitaria se extendió por dos años, pero los problemas ya estaban enquistados en el continente más desigual del planeta. Ahora el documento estima que más de 200 millones de personas viven en situación de pobreza y de ese total, 82 millones están en pobreza extrema. En cálculos del organismo, implica un retroceso de un cuarto de siglo para la región.
América Latina no es ejemplo de reconversión ni de transformación de las crisis en oportunidades de crecimiento. Y no lo ha sido por una infinidad de razones, pero algunas se explican por la corrupción en sus gobiernos y en otros, por la acción de ciertos sindicatos fuertes, capaces de torcer el brazo cada vez que los gobiernos se embarcan en transformaciones.
Uruguay pasó por esa etapa y ahora mismo, se encuentra en una coyuntura con enormes dificultades para llevar adelante algunos planes que buscan revertir los magros resultados educativos actuales. Esos resultados que hoy no resisten el archivo, ni ninguna discusión ideológica, porque los niveles de egresos han sido bajos, aún si se compararan con otros de la región.

Mientras el resto del mundo cerraba escuelas por un promedio de 41 semanas, el continente latinoamericano lo hacía por 70 semanas. Por lo tanto, fueron notorias las diferencias en los resultados académicos obtenidos según el alcance de las plataformas digitales, la conectividad, los dispositivos e incluso las habilidades digitales. Y, por cierto, el hecho de que no todos aprenden igual ni en el mismo tiempo. Es decir, “acostumbrarse” a una nueva forma de estudiar no se resuelve de un día para otro. Y así fue como se resolvió una vez que se declaró la emergencia sanitaria. Es así que, intentar aplicar soluciones económicas o sociales similares a las que se utilizaron en las crisis de décadas pasadas, llevaría a un nuevo fracaso porque el paradigma ha cambiado. Y ha transformado a las poblaciones que, en algunos países, tienen un perfil diferente.

Como sea, este panorama confirma la dependencia que siempre tuvieron las economías de los países emergentes en el contexto internacional y sus repercusiones –sobre todo negativas– en los países con mayores debilidades. Es aquí, donde se plantea la problemática de las inflaciones altas y sus consecuencias en los precios de los productos de primera necesidad, que vuelven dificultosas las compras diarias y a la instrumentación de nuevas ayudas sociales por parte de los gobiernos.

En algunos casos, como el uruguayo, se aplicaron sistemas inexistentes previamente, como el seguro de paro parcial que se extendió por encima del plazo de la emergencia sanitaria y otras ayudas sociales que apuntan a familias con niños a cargo. El punto en cuestión es saber lo que ocurrirá cuando esos beneficios se terminen, porque la vulnerabilidad nunca cambió de lugar. Con pandemia o sin ella.

A esto se suman otros factores como el cambio climático, que extendió sequías o inundaciones y en las poblaciones rurales se formaron bolsones de pobreza que serán difícil de revertir en el corto plazo. Eso alimentó, también, a la densidad poblacional, que se ubicó en los cinturones de las ciudades, en una ola que se incrementaba con el paso de los años. Y, en este último aspecto, Uruguay sostiene estadísticas complejas sobre las condiciones del hábitat en los asentamientos, incluso previo a la pandemia.
En otros países se observa la incidencia de los conflictos armados, las migraciones masivas, el uso de mano de obra en condiciones paupérrimas y su afectación sobre los derechos fundamentales, como la salud.

Pero en medio de esta descripción, hay una realidad. Y es que los gobiernos –de cualquier ideología– han ayudado a perpetuar esa desigualdad latinoamericana porque se basan en economías primarizadas y en la renta de los recursos naturales. El descontento social se expresa en protestas callejeras y manifestaciones anti-gobierno, que se suceden bajo distintos signos políticos.
Por eso, la desigualdad se constituye en un asunto estructural que atraviesa las generaciones y se consolida desde hace décadas en niveles superiores a la media internacional.
Lo llamativo de este problema no es la mera estadística que pone sus ojos en América Latina, sino por el desarrollo de diversos modelos económicos, ejercidos tanto en tiempos de dictaduras como en las actuales democracias.

En cualquier caso, la política y las ciencias sociales tienen una dura batalla para explicar las razones de la desigualdad tan extendida en el tiempo. Por un lado, deberán argumentar por qué las democracias no alcanzaron el estado de bienestar para sus poblaciones ni realizaron una correcta distribución social.
A menos que dejen pasar esas diferencias, porque sirven en los discursos electorales, cuyos eternos contenidos se basan en fomentar las diferencias –sobre todo ideológicas–, pero sin asumir el desafío que implica cambiar el paradigma.