En América Latina, del dicho al hecho

La integración latinoamericana es un escollo difícil de resolver, a pesar de los diferentes gobiernos que se han sucedido en el continente. La necesidad de establecer un discurso unívoco frente a problemas comunes, se plantea como una debilidad, ante otros bloques que presentan mayor solidez.
Es, probablemente, una de las razones de la desigualdad de condiciones al momento de negociar con actores fuertes del contexto internacional.
Pero el problema comienza antes, cuando los países no logran mirarse entre ellos para aquilatar las fortalezas. Empiezan a ver al norte y más allá, donde la idiosincrasia y estrategias de desarrollo son bastante más diversas. Y tan es así que alcanza con observar los organismos superpuestos, con objetivos americanistas similares, pero que hasta ahora no han dado los resultados esperados.
A pesar de ser un continente con mucho para aportar en este contexto pospandemia, no mueve la aguja en el escenario internacional. Y eso, que se ve claramente desde fuera, es aprovechado para negociar con aquellas naciones que pueden responder por sí mismas.
Algunos ejemplos son Brasil, con la instalación del nuevo gobierno de Lula da Silva, o la Venezuela –aún chavista– tan necesaria por la riqueza que contiene su arco minero. De hecho, el presidente de Estados Unidos Joe Biden lleva adelante denominada “diplomacia del petróleo” para tratar de contrarrestar la falta del crudo ruso, ante la invasión a Ucrania. Entonces –de pronto—las diferencias con régimen duramente cuestionado antes, ahora pasan a un segundo plano de las discusiones políticas porque las prioridades son otras.
Es así que los bloques, tanto bajo gobiernos de centro-derecha como progresistas, no logran la inserción internacional necesaria ni, mucho menos, sentarse a la mesa chica donde se resuelven los grandes temas.
El continente tiene un pasado histórico con mayores semejanzas que diferencias, no hay barreras idiomáticas y las desigualdades existentes afectan a las mismas poblaciones. Las vulnerabilidades económicas, sociales y culturales son parecidas. Incluso hasta no valora un aspecto que no es menor y es la ausencia de conflictos armados entre los países. Esta cuestión no se repite en todos los demás continentes y lo que ocurre en Europa – que es un espejo al que se acude constantemente– es un claro detalle que no se tiene en cuenta. Pero la ausencia de conflictos armados no significa unidad. Y América Latina lo sabe por experiencia propia, a pesar de que se insista con el tema en los discursos de algunos líderes políticos.
A lo largo del siglo XX América Latina fue creando institucionalidad. Algunas prevalecen, otras fueron sustituidas o cambiaron su denominación. Pero a pesar del paso de las décadas, no se ven resultados en los territorios. Han operado como figuras consulares pero nada más y no han actuado cuando tuvieron una oportunidad.
Uruguay y Argentina pueden hablar largamente de eso porque durante casi cuatro años (2006 al 2010), el puente que une Gualeguaychú con Fray Bentos permaneció bloqueado por grupos ecologistas que rechazaban la instalación de una pastera del lado uruguayo. Las autoridades de gobierno de la Argentina de ese entonces permitieron –y hasta fomentaron– que un piquete cerrara el paso.
Y aún existen dificultades en la frontera –ahora por la diferencia cambiaria– que se transforman en largas colas que perjudican el libre tránsito de aquellos que van hacia el Este del país o al sur de Brasil a hacer turismo. En una cuestión que no es nueva, pero se agudiza durante la temporada veraniega o en estas coyunturas económicas.
América Latina tampoco resuelve la posibilidad de alcanzar grandes acuerdos, como tratados de libre comercio o de integración económica o energética, que sus instituciones, creadas para eso mismo, discuten sin avanzar.
Da la impresión que algunos liderazgos mantienen el deseo de prevalecer sobre otros y no pagar el costo político de tomar decisiones. Eso se refleja en la falta de confianza para profundizar los lazos entre regiones, cuando –contrariamente– mantienen una retórica muy fuerte sobre la necesidad de la integración americanista. Hay aspectos que agrandan la brecha y demuestran su creciente desigualdad. Algunos se definen por sus diferencias de tamaño, pero otros por su ubicación geopolítica, capacidad de desarrollo humano, tecnológico y económico.
Brasil, con Da Silva, puede tomar el timón y posicionarse en el liderazgo regional porque integra varios bloques que pugnan por ocupar los espacios de poder global. Jair Bolsonaro se enfocó a Estados Unidos, Israel y algunos europeos. Desestimó a China y le dio bastante poca importancia al Mercosur, por considerarlo como un bloque ideologizado. Mantuvo y desarrolló durante sus años de gobierno, las relaciones bilaterales por fuera de las multilaterales. Y lo hizo creyéndose el “Trump del sur”, cuando Brasil aún es una nación periférica.
Y la mirada desde el norte es clara. América Latina es el patio trasero que está siempre dispuesto a negociar con el mandatario de turno que cambia de cara, pero no sus intereses. Porque Estados Unidos no ve al continente latinoamericano como un territorio a explorar para ampliar sus relaciones comerciales, sino como un espacio para contrarrestar el avance chino o ruso.
Aquellas declaraciones de Bolsonaro al afirmar que “China no compra en Brasil. China está comprando Brasil”, marcaban el eje de lo que vendría después. Pero ahora, con el cambio de gobierno, habrá que sentarse a observar si comienzan las transformaciones. Igual, Da Silva ya estuvo en el gobierno en dos ocasiones anteriores y las circunstancias no fueron muy diferentes a las actuales.