¿Acaso alguna vez te has preguntado quiénes son estos de la Real Academia Española y quién les ha dado el poder para decidir qué vale y qué no en el idioma español? ¿Qué significa esta tutela monárquica? ¿Por qué hay que acatar a un organismo anquilosado, casi una corte del idioma, que ni puede definir si “solo” va o no acentuado? Y si por una vez, a voz en cuello, por lo menos le decimos a la RAE, o te agiornas o al decir del autoexiliado Juan Carlos, “por qué no te callas!” Entonces, ¿por qué seguir sus reglas?
Principio tienen las cosas
Es frecuente, y esa es mi experiencia, que cuando preguntas quién le dio a la llamada Real Academia Española (RAE), el poder de resolver sobre la lengua, y desde cuándo sucede esto, no pocos enmudezcan. Por sentido común, se afirma que si es Real, es hija de la monarquía. O sea, no proviene de nada que pueda dar, por lo menos, un tamiz democrático.
Este instituto “real” fue fundado en Madrid, en el año 1713. Su propósito fundacional fue velar, a través de sus iniciativas, sus actividades y publicaciones, “por el buen uso y la unidad de una lengua compartida hoy por 500 millones de hispanohablantes”.
El marqués de Villena, Juan Manuel Fernández Pacheco, fue el principal promotor de la iniciativa, que toma forma con la referida resolución de 1713. En realidad, muy poco de original, “la corporación se inspiró” en el modelo de la Academia Francesa, creada por el cardenal Richelieu en 1635. El cardenal fue primer ministro del rey Luis XIII en 1624 y murió en el ejercicio de sus funciones cardenalicias y de autoridad estatal en el año 1642.
Volviendo a la inspiración
La Academia Francesa nace como una institución guía del idioma francés, para regular y perfeccionar el idioma, una lengua romance, del latín hablado, y primera lengua en Francia, y en sus viejas zonas de influencia, cercanas y lejanas. Existe una Organización Internacional de la Francofonía (OIF), de la cual Uruguay fue el primer país sudamericano en ingresar, en carácter de miembro observador.
La OIF representa a la comunidad que tiene al francés como primera y segunda lengua. Ello significa algo así como mil millones de personas. Y el propósito no se reduce a la lengua francesa, sino que se amplía a la difusión de la cultura, de la educación, la democracia, etcétera, organiza cumbres de jefes de estado cada dos años además de reuniones a nivel de ministros. Cuenta con un órgano ejecutivo y una secretaría general.
En síntesis, la Francofonía promueve valores fundamentales como la democracia y los derechos humanos, el respeto y promoción de la diversidad cultural y lingüística; también la solidaridad y el desarrollo sostenible.
Convengamos que las fotos del acto de ingreso de Mario Vargas Llosa ponen en evidencia lo rancio de la institución. De modo singular, a los “académicos”, custodios del idioma francés, se les conoce (pero, obviamente, no se los reconoce así, salvo en un rapto de crisis existencial) como “les immorteles”. Como la expresión “À l’immortalité” inscrito en el sello que le entregó a la Academia su fundador, el célebre cardenal Richelieu. La modestia del cardenal era, imprudentemente, inmensa.
Pero Vargas, de 85 años, no ha escrito ni un libro ni un folleto en francés. El sillón 18, que le ha correspondido, antes lo ocupó Alexis de Tocqueville entre los años 1841 y 1859, y eso parece que emocionó al distinguido.
¿Y la RAE?
El 6 de julio de 1713 tuvo la RAE su primera sesión, en la casa del fundador, Fernández Pacheco. El edificio fue demolido, apenas una placa recuerda que la RAE funcionó allí entre 1713 y 1754.
En 1715 se define el propósito de la institución: “limpia, fija y da esplendor”. Cinco estatutos ha tenido la RAE, el último de 1993. A 310 años de su creación, como ordenador de la lengua del reino, la RAE se niega a la labor de su tiempo. Mientras la francesa para llegar a 18 apeló a un escritor de habla hispana, de 85 años y miembro de la RAE, silla L. Aunque con muchos más miembros que la francesa, igual tiene sillas vacantes. Por lo menos la A, R y X.
La decadencia del instituto queda de manifiesto desde el vamos: “velar por que los cambios que experimente la lengua española en su constante adaptación a las necesidades de sus hablantes (que) no quiebren la esencial unidad que mantiene en todo el ámbito hispánico”.
El desprestigio de la RAE es absoluto: la edición del diccionario papel del 2014 terminó en un fracaso. Miles (y miles) de ejemplares fueron regalados para desalojar depósitos. Por el contrario, la versión digital gratuita del diccionario, con más de 60 millones de consultas. La RAE es una institución en esencia obsoleta. Una y otra vez esos “académicos” han manifestado su rechazo, e incluso su desprecio, al desdoblamiento de géneros. Para la RAE, el masculino reina, pero como género neutro, manda. Irónicamente, recomienda el uso de conceptos inclusivos, pero para los demás, no para ellos. A la concreta: por esta Real han pasado 474 académicos y apenas 11 mujeres. Todos los demás, hombres. Hoy, 2023, apenas 8 de los 46 sillones corresponden a mujeres. La RAE sistemáticamente ha incumplido la Ley Orgánica 3/2007 que obliga a la igualdad efectiva de hombres y mujeres. Incumple también con su artículo 1.2 donde se expresa a título expreso que su intención es “corregir en los sectores público y privado toda forma de discriminación por razón de sexo”. Y si fuera poco, desde que entró en vigor la “Ley de Igualdad” se renovaron veinte bancas, pero sólo seis fueron para mujeres.
La renovación que las sociedades le van introduciendo a la lengua española, al igual que sucede en otros idiomas, responden a una revisión profunda y honesta de las relaciones entre los seres humanos, rápidamente se va instalando en las nuevas generaciones.
Obvio que no es sencillo alinear todos los pensamientos, y darles la armonía que se merecen y reclaman. Todos, todas y todes, tienen sentido humano hoy. Por tanto, hay que darle sentido gramatical, incluirles en el lenguaje oficial porque en la vida ya está vivo.
De una institución como la RAE, de matriz monárquica y por tanto antidemocrática, poco podemos esperar más que inoperancia e ideas conservadoras, que las nuevas generaciones han pulverizado en todo el mundo.
El último “aporte” de la RAE, muy publicitado, es que sólo o solo, da igual si se acentúa o no; lo dejaron a “juicio del que escribe”. ¿Sesiones para esto? ¿Todos esos recursos para discutir si sólo, éste, ése y aquél se acentúan, o no? ¿Eso es lo que los defensores del idioma aportan? Para acentuar unas palabras, libre albedrío, pero para reconocer el lenguaje de género o inclusivo, rechazo y sorna.
No estamos frente a un fenómeno nuevo. Nace en los ‘70, hace 50 años, a impulso de los movimientos feministas y las organizaciones sociales.
Es tiempo de asumir que hay un cambio profundo y que las reglas de la lengua es la que se forja en el intercambio de ideas, en el lenguaje. No hay autoridad monárquica que nos diga cómo hablar, sino no asume que hay una visión más democrática e inclusiva en el lenguaje.
Ya es tiempo de asumir que es necesario una nueva actitud de parte de los estados para que comiencen a dar respuesta e integrar la profundización de los valores de las nuevas generaciones, que han incorporado una comunicación igualitaria e inclusiva.