La violencia hacia niños y adolescentes habla de lo que somos

El 25 de abril –en el marco de la conmemoración del Día Mundial contra el maltrato infantil– el Sistema Integral de Protección a la Infancia y a la Adolescencia contra la Violencia (Sipiav) dará a conocer el panorama de violencia contra niños y adolescentes en Uruguay, correspondiente al 2022. Las cifras aumentaron nuevamente en el último año así como las denuncias, que crecen porque hay más protección para las víctimas que antes callaban o se desestimaban sus denuncias.

Si bien la violencia hacia esta población se ejerce desde siempre, el término “maltrato infantil” se acuña a partir de 1946 y con el paso de los años se sumaron los conceptos relativos al maltrato psicológico y el abuso sexual. Lo cierto es que todos son violaciones a los derechos humanos.
En el primer semestre del año se atendieron más de 5.000 casos y en su mayoría provienen del hogar. Se observan todo tipo de situaciones y varias de ellas encabezan los titulares de los noticieros. Son abuelos que abusan de sus nietos, o personas que ejercen violencia sobre los hijos de sus parejas, son hermanos mayores sobre hermanos menores, son tíos contra sobrinos o primos contra familiares de menos edad.

Si bien la primera pregunta es: ¿Qué nos pasa como sociedad que violentamos a niños y adolescentes?, entonces la inmediata respuesta debería ser ¿qué podemos hacer para contribuir a parar con este delito contra los más vulnerables?
Porque si la violencia y el abuso se da en el seno de la familia que debería contener, es que ya vamos tocando los límites de lo aceptable. Y, en cualquier caso, llegar al fondo no es patrimonio de las clases sociales bajas, sino de cualquier ámbito sociocultural. Son agresores que manipulan a sus víctimas desde el punto de vista físico y psicológico para lograr un objetivo –que consiguen–, porque existe un vínculo de tipo familiar que predispone al acercamiento con la víctima. De esta forma ejerce poder, manipula y violenta por varios años, bajo amenazas.

Los registros indican que en 2021, el Sipiav atendió 7.035 casos de violencia y en el primer semestre del año pasado se superaron 5.000 situaciones. Este crecimiento anual reporta los casos visibles y sistematizados. Pero la cantidad real de casos totales en el país nunca se sabrá. Porque la verdad quedará oculta en el ámbito familiar. La institucionalidad que generalmente se ocupa de este problema no tiene muchos años de creación. De hecho, el Sipiav existe en Uruguay desde 2007 con el fin de exponer los hechos de abuso y violencia con un objetivo claro que es ayudar a transformar la mentalidad de las personas. Conforme pasan las generaciones, este problema social aún no se pudo resolver. Sino todo lo contrario. Porque, en muchos casos, los patrones se repiten y cuesta salir de una espiral de violencia que fue alimentada por el desinterés del mismo entorno familiar por poner límites y actuar ante el abuso.

Entonces se transforma en la respuesta a la pregunta –a estas alturas eterna– de ¿por qué hay tanta violencia en nuestra sociedad? De plano, ocurre porque quien lo cuestiona se ubica fuera del contexto. En realidad, todos podemos ser agentes de transformaciones desde la actuación, en vez del discurso, la tribuna o la mera observación.

Las explicaciones para comprender el incremento de la violencia y el abuso contra la infancia y adolescencia, crecen, de acuerdo a quien lo explique. El hecho de haber nacido y crecido en torno a una familia que ejercía maltratos o abusos, o la imposibilidad de controlar las emociones, o la situación económica, o que la persona que maltrata a su vez sea víctima de violencia. Son factores pero no justificaciones para acercarnos al problema de la violencia intrafamiliar.
Porque el día que el maltrato atraviese el zaguán de la casa, entonces se observará en la calle, centros educativos, hogares de acogida para niños y adolescentes o lugares de trabajo. Y porque el buen trato, comunicación y confianza se aprende dentro de cada casa y, si allí no existe, entonces no habrá en ningún otro lugar.

De hecho, deberíamos sentir vergüenza y responsabilidad colectiva de ser uno de los países de las Américas con mayores tasas de suicidio, donde las poblaciones de adolescentes, jóvenes y adultos mayores son las más vulnerables y con tasas más elevadas. Porque la violencia debe, necesariamente, atarse al estado de salud mental de la sociedad.
Otra cosa es la subestimación y relativización de estas situaciones por parte de una comunidad acostumbrada a ejercer impunidad contra determinados hechos, aunque no se dé cuenta. Mientras, se reclaman medidas punitivas para otros tipos de delitos.

Y lo que pasa en el país, pasa en el mundo. Los datos correspondientes a 2020 de Unicef, señalaban que uno de cada cuatro menores de 5 años vive en un hogar donde su madre es víctima de violencia de género. O seis de cada diez mujeres manifestó que fue víctima de algún tipo de atentado de naturaleza sexual a lo largo de su vida.
Ni que hablar que este panorama se complicó con la pandemia sanitaria que obligó a muchas familias a convivir bajo el mismo techo, por seguros de desempleo, despidos o cuarentenas. Los centros de estudio cerrados no estaban disponibles para que los más chicos pidieran ayuda.

Por eso, no es novedad que la estadística es una curva ascendente. Sin embargo, es incierto el futuro de lo que dejó esta pandemia en materia de relaciones intrafamiliares, abusos, insultos, amenazas, humillaciones y erosiones entre las personas.
Las secuelas se verán con el paso del tiempo. Porque dos años parece poco tiempo. Pero en la cabeza de un niño o adolescente, todos los días forman parte del desarrollo de su psique. Allí están las estadísticas para demostranos que solo “somos lo que hacemos para cambiar lo que somos”.