Pobreza y desigualdad en un mundo en crecimiento

La última medición del Índice de Gini en Uruguay estableció un leve incremento de la desigualdad y se ubicó en 0,389 al cierre de 2022. Este indicador, que mide de acuerdo a los ingresos monetarios, se encuentra dentro del margen de error y la brecha no ha sido tan amplia en comparación al 2021. Si se analizara por departamentos, Paysandú se encuentra entre los cinco con mayor desigualdad junto a Montevideo, Canelones, Cerro Largo y Salto.

Esta realidad no escapa al contexto latinoamericano y las brechas se repiten, sin tomar en cuenta el régimen o partido de gobierno que se encuentre frente al Ejecutivo de cada país. De hecho, el índice no tiene en cuenta esa variable, sino que demuestra que la desigualdad persiste y sigue en la agenda internacional.
El mundo pospandémico se levanta y empieza a andar, pero las economías periféricas no logran el retorno a los guarismos previos al 2020. El gran punto en cuestión es que el tema se ubica en la agenda internacional bajo un enfoque de necesaria erradicación, mientras que no existe ningún país en el mundo que logre evitar esa polarización. No solo es un camino largo, sino que desde ya es una batalla perdida. Porque siempre hubo –y habrá– una población más rica que otra.

El ideal indicaría que si se consigue disminuir la brecha de desigualdad, sería posible bajar la pobreza y otros impactos sociales, culturales y ambientales. Pero desde su creación por el estadístico italiano Corrado Gini en 1912 hasta ahora, no se ha logrado desglosar el discurso de la práctica.
Porque si hablamos de desigualdad, se concentra entre hombres y mujeres, entre población heterosexual y diversa, entre blancos y afrodescendientes, entre personas con y sin discapacidad. En medio del continente más desigual del planeta, Uruguay mantiene sus guarismos con variaciones mínimas a lo largo de las últimas décadas. Hay que remontarse hasta la crisis económica de 2002 para superar valores del 0,45 o llegar hasta 2018, cuando registró su mínimo histórico en 0,38. Actualmente se encuentra en 0,389, cuando el resto de los países de la región está por encima de 0,4.

La brecha de pobreza que, según la definición del Instituto Nacional de Estadística (INE), refleja el ingreso de los pobres con respecto a la Línea de Pobreza, pasó a 1,6%. De acuerdo a esta medición, cada habitante debería aportar 1,5% de la canasta básica para llevar a los hogares a la línea de pobreza y eliminarla. En este contexto, los gobiernos destacan el valor de las transferencias estatales a los hogares más vulnerables como una forma de presionar a la baja dicho desnivel. Uruguay también lo hace y el gobierno estima que sin las ayudas sociales esa diferencia se incrementaría hasta el 2,5%.

Y en el continente, más de un tercio de los latinoamericanos son pobres. La pandemia profundizó un problema ya instalado en las comunidades más vulnerables y, a pesar de las políticas sociales, existe un núcleo duro que, si bien recibe transferencias, no logra salir de los quintiles más pobres.
En el desglose no se observan cambios ni hay “sorpresas”. Las mujeres que, en general son mayoría en los países, representan al porcentaje más elevado de la población que no recibe ingresos propios. Es el 13,4% de los hombres contra el 25,8% de las mujeres. O, lo que es lo mismo, más de la cuarta parte no tiene una autonomía económica que permita el acceso a servicios básicos, atención de calidad o un sistema de cuidados.

Lo que ya existía se incrementó con la pandemia y el repunte económico registrado en 2021 no llegó ni “derramó” en los sectores más pobres de las sociedad.
Las condiciones laborales varían de acuerdo a los países, pero en la región –donde se encuentra Uruguay– es muy difícil ver un nivel de ahorro que le permita a una persona sobrevivir por tres meses sin ingresos. La mitad de los latinoamericanos no tiene una protección social y es, en consecuencia, la razón por la cual existe una movilidad social hacia abajo de millones de personas en poco tiempo.

Después se podrá discutir el tiempo de retorno a los niveles prepandémicos. Lo cierto es que lo que se pierde no se recupera y en América Latina todo cuesta un poco más, a pesar de las democracias ya consolidadas.
El nuevo panorama muestra un descontento social en vez de ideologías sólidas. De hecho, las alternancias se han transformado en verdaderas corrientes políticas. Son las que muestran, más que nada, la necesidad de sacar al que está en el gobierno, porque se fogonea ese descontento colectivo basado en la insatisfacción por el resultado de los programas. Tampoco es nada diferente a lo que pasa en el país.

Porque las protestas estaban en las calles antes de la pandemia y como ejemplo puede citarse a Chile, con Sebastián Piñera, pero también a esta nación trasandina con Gabriel Boric, a quien se le hace difícil alcanzar acuerdos para aplicar su reforma tributaria enfocada en equiparar la balanza económica.
O Colombia, cuyo presidente Gustavo Petro tampoco puede alcanzar el mismo fin que el chileno para mitigar la crisis económica. Es decir, el enojo por las desigualdades persiste y es la variable que trasciende a las ideologías. Por estos lares, la discusión ha quedado bastante anquilosada en los porcentajes y parece que solo importan el aumento de un punto por sí mismo y cuánto implica esa diferencia, con la administración pasada.

Por lo demás, poco importa cómo vive el 10 por ciento de la población que ha quedado bajo la línea de pobreza. Porque no se encuentra allí desde la pandemia, sino que permaneció a pesar de la “década ganada”, cuando el país ostentaba mejores guarismos.
Por eso, la pobreza y la desigualdad serán términos en continuo debate académico y político. La población afectada pasará de largo en esa polémica, porque mientras la medición se instale desde el punto de vista de los ingresos, no se verán otras desigualdades. Y es entendible.
Es que no ha de ser muy simple explicar por qué estas cosas ocurren bajo un contexto de crecimiento económico. Porque para todo lo demás ya existen los estereotipos.