Alemania, entre la basura y la energía

(Por Horacio R. Brum) Fráncfort, Alemania.- Supermercado Edeka, en el barrio Ostend de Fráncfort, 18.00 horas; en el sector de comidas al paso, donde ya concluyó el servicio, una empleada retira del mostrador caliente salchichas de varios tipos y grandes trozos de leberkäse –un fiambre de hígado de cerdo con especias, típico de la cocina alemana–, que van a parar a un tacho de desechos orgánicos. Lo mismo sucederá con los panes no vendidos y el resto de los alimentos del menú del día.

Los gabinetes refrigerados del gigantesco supermercado contienen cientos de platos preparados, embutidos, helados, postres y lácteos. En una sección especial se ofrecen los mismos productos, pero para veganos, los clientes que no consumen alimentos de origen animal, y en otra, a precios más elevados, es posible hacer la compra con la conciencia tranquila, porque lo que se vende allí ha sido producido sin sustancias que perjudiquen el medio ambiente. Chocolates y caramelos, todo para el desayuno, diarios y libros, artículos de mercería, tocador y limpieza, pilas y lámparas, ropa interior, herramientas pequeñas, infinitas variedades de bebidas; todo esto compone un surtido que supera en tres o cuatro veces lo que se puede hallar en un comercio similar de nuestra parte del mundo y cada cosa está envuelta en cartón, plástico u otros materiales que se convierten en basura.
Como le consta a este corresponsal, una camisa comprada por correo viene con unas veinte piezas de envoltorio, que no pueden ser reutilizadas para otro propósito, y algo similar debe suceder con los cientos de miles de artículos que a diario llegan a los hogares alemanes, en un país donde son muy comunes las compras por la vía postal.

Por eso, Alemania comparte con Francia los primeros puestos en generación de residuos en la Unión Europea y el reciclaje de la basura es una verdadera obsesión nacional. Cada casa o edificio tiene tachos y contenedores especiales para separar los desechos, con tapas de distintos colores. Por ejemplo: en el contenedor de tapa marrón van todos los restos orgánicos, que cuando la basura es recogida se llevan a instalaciones para la fabricación de abono; la tapa amarilla indica que allí van los plásticos, como las botellas de refrescos y los envases de yogur, en tanto que los papeles y cartones se ponen en tachos con tapas grises. Una mala clasificación puede traer multas y en algunas municipalidades se fijan cuotas de kilos de basura por casa, que si son excedidas provocan un cobro.

Como en todo sistema que apunta a la perfección, la práctica es distinta de la teoría. Con frecuencia se ven en las calles los basureros desbordantes de residuos mezclados y en el ámbito doméstico, se calcula que casi el 40% de ellos va a parar a los tachos o contenedores equivocados. Por otra parte, el esfuerzo del reciclaje en plantas especiales demanda cantidades considerables de energía, cuyo suministro es otra preocupación de las autoridades germanas.

En los últimos años, los gobiernos de Berlín cometieron dos grandes errores estratégicos: fueron dejando de lado las instalaciones de producción de electricidad con carbón, petróleo o combustible nuclear, para reemplazarlas por el gas barato de Rusia. Cuando Vladímir Putin atacó Ucrania, se siguió la línea marcada por Washington a los europeos para comprometerse en ese conflicto, lo que hizo que el gobernante ruso cerrara la llave del gas. Ahora, el gobierno de Olaf Scholz está haciendo esfuerzos casi desesperados para obtener electricidad de medios alternativos, como los parques eólicos y las granjas fotovoltaicas. Al mismo tiempo, pretende cumplir con los compromisos internacionales para la lucha contra el cambio climático, una de cuyas bases es la electrificación de todo el parque automotriz de los países desarrollados para 2050.

Alcanzar ese objetivo implica producir cantidades enormes de energía y sobre todo, fabricar millones de baterías para los vehículos eléctricos, cuyo componente esencial es el litio, un mineral que en los territorios de aquellos países no se encuentra, o es difícil de extraer. Donde lo hay, las empresas y las autoridades deben lidiar con las más diversas formas de oposición a la apertura de minas, desde los pueblos indígenas que defienden supuestos lugares religiosos, hasta los ambientalistas que reclaman por la contaminación o por la existencia en el sitio de especies vegetales o animales que desean proteger.

Debido a ello, las potencias occidentales y China apuntan sus intereses a una región donde el litio no presenta mayores problemas de extracción y los conflictos ambientales o culturales parecen ser escasos: el llamado Triángulo del Litio, que forman los salares de la región desértica compartida por Argentina, Bolivia y Chile. Allí está casi el 60% de las reservas mundiales del mineral y no en vano el jefe del Ejecutivo alemán visitó el año pasado Buenos Aires y Santiago, además de Brasil, después de una larga ausencia de la región de los mandatarios de Berlín. Aunque Olaf Scholz también buscaba un apoyo –que no logró–, para la intervención bélica de los latinoamericanos en la guerra en Ucrania, llegó con las manos llenas de ofertas para proyectos conjuntos en minería y otros rubros.

Aún así, Alemania no ha podido desplazar a China, que ya tiene acuerdos en marcha con los países del Triángulo, gracias a una diplomacia centrada en lo comercial, sin las ataduras políticas ni ambientales de las propuestas de la Unión Europea.

Unos 12.000 dólares menos cuesta producir en China un auto eléctrico del mismo modelo, que hacerlo en Europa; cincuenta minas deben ser abiertas hasta 2030, según los cálculos del gobierno estadounidense, para que los países desarrollados no dependan exclusivamente del Triángulo del Litio y puedan competir con China en la fabricación de las baterías; también se necesitará más cobre (cuya producción mundial es encabezada por Chile, seguido de Perú y China), porque el motor de un automóvil eléctrico lleva el doble de ese mineral que el de un motor a nafta. El problema es que en la opinión pública europea y en particular de Alemania, abundan los grupos de presión ambientalistas que se oponen a las operaciones mineras. Greenpeace Alemania, por ejemplo, tiene el mayor número de socios de la organización en el mundo, cuyas contribuciones monetarias le dan un peso decisivo en la orientación de las campañas en todo el planeta.

Las grandes turbinas eólicas son el otro medio de generación limpia de electricidad en que se basa el esfuerzo alemán para no depender del gas ni del petróleo, pero en su fabricación tampoco es posible prescindir de la minería, porque los magnetos que las componen pueden contener hasta doscientos kilos de tierras raras, unos minerales así llamados porque escasamente se encuentran en forma pura. Casi no hay lugar de los campos alemanes donde no se vean los parques eólicos, al igual que en algunas partes de la costa del Mar del Norte. Sin embargo, un informe de la organización periodística nacional Deutsche Welle indicó que no es sencillo técnicamente llevar la electricidad del mar a la costa, al igual que montar la infraestructura para transportar la energía a las zonas de gran concentración de industrias. El año pasado, según la Asociación Alemana de Energía Eólica, solamente se agregaron a la red 27 nuevas turbinas. Además, no hay recursos estatales para hacer crecer el parque, porque la oposición parlamentaria bloqueó la posibilidad de que el gobierno obtenga préstamos para un fondo especial.
38.000 millones de kilos de basura al año producen los alemanes y consumen 6.000 kilovatios hora por persona en el mismo período. Las autoridades de Berlín están empeñadas en reducir esas cifras, pero una visita a cualquier supermercado o centro comercial ilustra sobre la diferencia entre los deseos y la realidad, en una sociedad altamente consumista.